En el censo de 2010, 97 de cada cien mexicanos dijeron creer en alguna forma de Dios. Sólo el 3% se dijo ateo.
¿En qué creen los que no creen en Dios? En formas sustitutas de la inmortalidad y de Dios. Digamos, el amor, la fama, el dinero, quedar en la memoria de los otros. Todas, cosas triviales si se las compara con la idea de Dios, el más allá, la vida eterna, el cielo o el infierno.
Pocos ateos dan el salto implícito en la frase de Iván Karamazov: “Si Dios no existe, todo está permitido”.
Pocos actúan en consecuencia, como el hermano idiota de Iván, Smerdiakov, que mata al padre opresivo que todos los hermanos quieren ver muerto.
Sólo él se siente autorizado por el dictum terrible de su hermano: “Si Dios no existe, todo está permitido”.
La frase de Iván Karamazov anuncia el salto moral hacia el nihilismo, esa tierra de nadie inherente a la idea de un mundo sin Dios.
Es el principio del nihilismo: si no creo en nada trascendente, todo es aquí y ahora. Mi aquí y ahora no tiene rumbo ni rienda. Soy mi propio Dios, mi propia medida, mi propia moral, sin otro referente que yo mismo.
Consecuencia filosófica y práctica: sin dioses que observan, ordenan, regulan, confortan y oprimen la conducta humana, no hay reglas, no hay límites.
El mundo sin Dios en la política, vuelto sólo voluntad de poder, es el de Hitler y Stalin, y el de los otros reinos utópicos, sustitutos de la Ciudad Dios: el reino milenario nazi, la utopía comunista del Gulag, la obligación de la pobreza de Fidel Castro.
Pero estamos en México. Me pregunto cuántos de los mexicanos que se dedican hoy a matar, decapitar, enterrar a otros en fosas anónimas han dado el salto implícito en la sentencia de Iván Karamazov. Cuántos de estos asesinos son ateos nihilistas y cuántos son creyentes, dicen respetar a su iglesia, creen en el cielo y en el infierno.
Nuestros creyentes homicidas son un misterio teológico y moral. Han llevado la frase de Iván Karamazov un paso más allá. Parecen decirnos: “Dios existe, mi amigo, pero, para mí, todo está permitido”.