El cartujo se encierra a cal y canto; nada lo distrae. Se olvida de la cuarta transformación y sus consultas embusteras, se sienta en un rincón de su modesta celda y piensa en el pequeño libro Yo tuve un sueño, de Juan Pablo Villalobos (Anagrama, 2018), cuyo subtítulo —“El viaje de los niños centroamericanos a Estados Unidos”— previene sobre una experiencia colmada de peligros, pero también de esperanza.
Lejos del sensacionalismo y el melodrama, Villalobos conmueve con la historia de 10 niños —hombres y mujeres— dispuestos a todo con tal de abandonar la pesadilla de los países donde nacieron y alcanzar el sueño americano, cada vez más difícil por el racismo y la xenofobia. Son historias reales, dolorosas, engendradas por la violencia, el miedo, la pobreza, la desesperación de vivir en Honduras, El Salvador o Guatemala.
Todos los protagonistas llegaron a Estados Unidos y estuvieron en las llamadas hieleras. “La hielera es la celda a la que te meten después de que te agarra migración”, explica Kimberly, una adolescente salvadoreña de 14 años. Es un cuarto frío, desnudo, a veces sin espacio para acostarse o siquiera sentarse; es un lugar oscuro donde se padece hambre y las confidencias entre los niños surgen como una manera de conjurar el temor y la soledad, de expresar deseos en voz alta, como encontrarse con sus padres, migrantes como ellos, a quienes apenas recuerdan. Uno de los niños —Dylan, de 10 años, también de El Salvador— pudo comunicarse con su madre desde la casa hogar adonde lo remitieron después de un tiempo en la hielera, ella trató de tranquilizarlo. En un cuaderno, él escribió: “Yo conozco muy bien la voz de mi mamá y sé que ella está preocupada. Se oía como que iba a ponerse a llorar. Su voz es lo único que conozco bien. La voz de mi mamá la conozco desde chiquito, pero solo la voz, porque cuando ella se vino a los Estados Unidos yo nomás tenía seis meses”.
A merced del crimen
El nombre de México aparece con frecuencia en estas páginas. Los abusos de policías corruptos, el asedio del crimen organizado, la posibilidad de morir, de ser secuestrado, de la violación de niñas o adolescentes está siempre presente en nuestro territorio, como si para los migrantes no fuera posible escapar del horror. También se habla de la generosidad de quienes les ofrecen alimentos o los salvan de inminentes peligros en un país donde, para la mayoría, la seguridad es una quimera.
Juan Pablo Villalobos cuenta estas historias cambiando el nombre de los menores, a quienes entrevistó en Nueva York y Los Ángeles, solo eso. Todo lo demás es verídico y por eso más angustioso y trágico. Los niños huyen de las pandillas, de la sevicia cotidiana en países sin ley, a merced del crimen.
Dos casos: Abril, hondureña nacida en 1997, recuerda cómo fue violada al salir de la escuela. “Eran tres personas, ellos me pegaron en la cabeza, que hasta el sol de hoy sufro dolor de cabeza, y después ya no supe nada más. Nunca había atravesado por ahí (un aeropuerto abandonado), lo hice porque era el camino más cerca para tomar el autobús para llegar a casa”. Y después de la violación, las amenazas de sus agresores, el acoso en la escuela, en la calle; la urgente necesidad de dejar a su mamá enferma y viajar a Estados Unidos, a través del infierno mexicano, para encontrarse con su padre. Alejandro, nacido en Guatemala en 1996, fue amenazado de muerte por un pandillero de su misma edad. Dice: “Yo estaba hablando con una compañera sobre un trabajo de la escuela y él pensó que yo estaba andando con su novia. Y con esa poquita cosa me quiere costar la vida”. Decidió salir de su país para no exponer a su familia, “esos pandilleros pueden hasta matar a toda la familia, y eso es lo que a mí me daba miedo”, comenta.
Cada una de las historias de este libro devela una realidad terrible en Centroamérica y la esperanza de los migrantes de conseguir un mejor futuro en una nación donde las puertas se cierran cada vez más.
Estados fallidos
Yo tuve un sueño, título inspirado en las célebres palabras de Martin Luther King sobre la igualdad racial, termina con un epílogo del periodista español Alberto Arce. En los últimos cinco años —escribe— han llegado a Estados Unidos 189 mil menores no acompañados, procedentes de Centroamérica, para reunirse con un familiar. Huyen de la violencia, de las pandillas, de la muerte: “De la extorsión y la corrupción que todo lo ahogan e impiden salir de la pobreza, de la falta de oportunidades de estudio y trabajo. En definitiva, de la catástrofe de sus países”.
En Guatemala, Honduras y El Salvador las pandillas son extremadamente violentas, marcan sus territorios, hacen reclutamientos forzosos, venden protección, extorsionan, distribuyen drogas; se multiplican ante la podredumbre del sistema legal y político. Surgieron en Estados Unidos y, durante la presidencia de Bill Clinton, sus integrantes fueron devueltos a sus países de origen sin ofrecerles ninguna posibilidad de reinserción social. Se apoderaron de las calles e instauraron el terror. Estos tres países, dice Arce, “sufren una crisis estructural de miedo y falta de oportunidades. Muestran, como carta de presentación, las mayores tasas de homicidios del mundo en que se registran homicidios. Incluso más que algunos que viven en guerra abierta”.
En estos días, cuando la caravana de migrantes hondureños recorre el país, el libro de Juan Pablo Villalobos hace reflexionar sobre la obligación de ser solidarios y buscar alternativas para proteger a quienes huyen de la muerte.
Queridos cinco lectores, El Santo Oficio los colma de bendiciones. El Señor esté con ustedes. Amén.
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