Los amores perros de Wes Anderson

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  • Maximiliano Torres

Monterrey /

Los defensores de animales encontrarán suficiente evidencia en la filmografía de Wes Anderson para suponer que tiene algo contra los perros.

En The Royal Tenenbaums, Buckley, el beagle de la familia, muere cuando Eli Cash (Owen Wilson) estrella su auto contra la mansión familiar bajo la influencia de la mescalina. En The Life Aquatic with Steve Zissou el personaje de Jeff Gollum golpea violentamente a un perro de tres patas que fue abandonado por piratas; en Fantastic Mr. Fox cuatro beagles son envenenados y en Moonrise Kingdom un fox terrier llamado Snoopy muere ensangrentado por un flechazo. En su defensa hay que decir que este maltrato animal dentro de su ficción no es gratuito o injustificado. En el cine de Anderson la muerte canina simboliza a veces el fin de la inocencia, a veces la fragilidad familiar, funciona también como una declaración del antisentimentalismo que define a su obra. En Isla de Perros el cineasta texano disipa sospechas sobre su posible aversión al mejor amigo del hombre, colocándolo al centro de una adorable fábula en la que, además, se pone a tono con el cine políticamente consciente.

En un futuro cercano y distópico en Japón, un virus de gripe canina se propaga a toda la población de perros. El autoritario nuevo alcalde de la ciudad de Megasaki quien, coincidentemente, es amante de los gatos, firma un decreto para desterrar a todos los perros a Isla Basura, esto pese a que los científicos insisten en que están cerca de encontrar una cura. En este clima de segregación y autoritarismo, que podría resonar con la audiencia de cualquier país, un chico de doce años llamado Atari viaja a Isla Basura en busca de su perro, Spots. Allí conocerá a Rex, King, Duke, Boss y Chief, una jauría de perros alfa que lo ayudará en esta aventura.

Japón ha hecho maravillas por los autores norteamericanos que lo homenajean a través de su ficción. Junto a Lost in Traslation, de Sofía Coppola, Kill Bill, de Quentin Tarantino, Isla de Perros es uno de esos ejemplos. Animado con la técnica stop motion, el tributo de Anderson a la cultura nipona, predecible, evoca a los grandes del cine japonés: Akira Kurosawa (Dodes’ka-den, 1970), Katsuhiro Otomo (Akira, 1988) y Hayao Miyazaki (Porco Rosso, 1992). Es a nivel de diálogos donde ocurre un reconocimiento cultural más peculiar. En una decisión que le costó acusaciones de apropiación cultural –el crimen más atroz en la era de la corrección política– Anderson cambió el balance del idioma entre personajes. Los perros hablan inglés y los humanos hablan japonés en diálogos que no son subtitulados. Para algunos, es señal de respeto; para otros, una forma de presentar a los japoneses como distantes e inescrutables. Que cada quien decida.

Alejado de su hábitat natural de papeles tapiz de cebras, libros de pasta dura, tocadiscos y vestimenta sartorial, Anderson demuestra que no es su preciosa estética la que le ha merecido su posición entre los cineastas contemporáneos más venerados, sino su auténtica sensibilidad como director, la cual prevalece aun en una trama sin belleza obvia, inmersa en montañas de basura y animales enfermos. El humor seco, la dimensión anímica a la que dejamos que nos transporte, el toque absurdo, el espíritu marginal de sus protagonistas. Todo sigue allí, de manera que, por más distinta que nos parezca del resto de su filmografía, Isla de Perros es profundamente andersoniana.

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