Rompo un plato

Ciudad de México /

Estudié letras francesas, pero no tengo título de licenciado; empecé a trabajar en el mundo editorial desde muy joven; mis padres han muerto; mi hermano mayor murió de una terrible enfermedad neurológica; tres de mis mejores amigos han muerto de forma prematura; otros a quienes quise y aprecié se han ido al otro mundo; he sobrevivido a un cáncer, cruzo los dedos, y a dos terremotos. Y sin embargo he tenido suficiente felicidad.

Este párrafo se me ocurre leyendo el principio de la nueva novela de Richard Ford, Sé mía (Anagrama, 2024), la quinta de la saga de su personaje Frank Bascombe: “Al parecer en la mayoría de los adultos la felicidad disminuye en la década de los treinta y los cuarenta, toca fondo a principios de la cincuentena y, al parecer, vuelve a aumentar a partir de los setenta”.

Digo entonces esto: la felicidad, cosa rara, imposible, absurda.

Me gusta más la línea de Lobo Antunes: “La vida es una pila de platos que se caen al suelo”. En la casa de usted, un plato roto equivalía a una tragedia. Tienes debilidad en las manos, me regañaban, todo lo tiras. Y sí, la verdad, se me caían vasos, platos, cucharas y tenedores. Rafa ya rompió otro plato. Vas a comer la sopa en un plato extendido, me decía mi madre exasperada. Una vajilla era un bien preciado. La nuestra estaba hecha de muchas vajillas que habían pasado por la casa, lo que yo dejé con vida. Unos platos tenían flores, horrendos; otros blancos, purísimos. Y muchos debidamente desportillados. La taza y el plato no hacían juego, y los cubiertos tampoco. Supongo que así pasaba en muchas casas.

Con el tiempo seguí rompiendo platos. Uno de los grandes se hizo pedazos cuando les dije a mis padres que nunca sería licenciado, que renunciaba a la universidad y me iba a trabajar a una empresa editorial. Sobre todo ella, se quería matar, para mí mamá un título universitario era la salvación y el orgullo. No le faltaba razón, pero a mí me sobraba tedio, odio y soberbia. Un día lo vi con tranquilidad adulta, les reprochaba a mis padres que no pudieran mandarme a estudiar a París, como mandaban los Dioses legendarios de las letras.

Uno tendría que hacer las cuentas de sus platos rotos, sólo eso nos acercará un día a nosotros mismos.

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