Nunca me han gustado los nacionalismos. Mucho menos ahora. Históricamente, han estado ligados a guerras, a conflictos con países vecinos, a múltiples agresiones basadas en la supuesta necesidad de unificar poblaciones o territorios, a expulsiones de quienes, según algunos, no forman parte de una cierta cultura o nación. Además, en un mundo que obviamente requiere soluciones globales a los problemas planetarios como el cambio climático, el hambre o las migraciones, el expansionismo territorial (como el de Rusia en Ucrania) o la supremacía étnica tendrían que ser cosa del pasado. Por eso, las reivindicaciones nacionalistas, tales como exigir la devolución del penacho de Moctezuma son la cosa más alejada de los intereses de la población. Muchos jóvenes y viejos lo saben, pero otros caen en la trampa. Y así, de repente, estamos viendo otra vez en el mundo el resurgimiento de nacionalismos, muchas veces ligados a regímenes, o bien autoritarios, o bien populistas y, en el peor de los casos, a ambos a la vez. Así, al expansionismo ruso o chino, lo acompañan el patrioterismo estadounidense, con su ahora famoso MAGA (Make America Great Again), el jingoísmo británico o el chauvinismo francés. En España, al nacionalismo catalán le respondió el nacionalismo español, con expresiones políticas que pensábamos superadas, ahora resurgidas en Vox. Nada bueno sale, al final, de estos nacionalismos. El Brexit no sirvió más que para alimentar el nacionalismo escocés. Y en Europa del Este, los nacionalismos actuales están por lo general ligados a regímenes autoritarios, como el de Hungría. Es cierto que también hay los nacionalismos más defensivos; suelen ser aquellos esgrimidos por las naciones militarmente débiles frente a vecinos muy poderosos, como el de Polonia, el de Turquía, el de México o el de Ucrania, que ahora nos ocupa a todos. Muchos sentimientos nacionalistas, de las naciones militarmente desprotegidas, en algún momento fueron más agresivos. Cambiaron únicamente las relaciones de poder. Por eso mismo, aunque uno puede admirar y elogiar el actual nacionalismo ucraniano, que permite la valiente defensa ante la agresión rusa, no debería hacernos olvidar que, en el fondo, tampoco es lo mejor a largo plazo. La mejor respuesta a esta agresión, en términos argumentativos, la escuché del embajador de Kenia ante la ONU. Explicó que los países africanos habían decidido desde hace muchos años dejar de tener reivindicaciones territoriales o étnicas, puesto que eso conduciría a guerras sin fin. En su lugar han preferido perseguir la integración económica, política y legislativa. En el fondo, todo el mundo es como África. Por dar un solo ejemplo, en Italia hay regiones (Bolzano o Tirol del Sur, en los Alpes) donde la mayoría de la población habla un dialecto alemán. Todo esto, no significa que hay que borrar las culturas locales o incluso nacionales. Más bien que, preservándolas, deberíamos estar pensando en cómo construir un verdadero proyecto global de la humanidad, pues nos estamos acabando el planeta, en lugar de estar pensando cómo nos rearmamos o cómo fomentamos nuestros valores e intereses muy particulares.
Roberto Blancarte
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