Adoradores del dios Ruido (y IV)

Ciudad de México /

La persona ensimismada en la pantalla de su artilugio móvil no se entera de la realidad circundante. Sin embargo, se está tal vez comunicando, así sea a control remoto, con algún semejante provisto también del omnipresente aparato.

Pero el individuo sometido al estruendo de la música, una de las plagas bíblicas que nos azotan hoy día, no está sabiendo de nadie más ni teniendo relación alguna con otra cosa que no sea esa estridencia absolutamente embrutecedora.

Se requiere en estos mismos momentos la asistencia de un especialista, señoras y señores, que nos hable de las consecuencias, para el organismo humano, de pasar interminables horas inmerso en un espacio desaforadamente ruidoso. Del daño al oído ya sabemos: es irreversible en tanto que resulta directamente afectado el nervio auditivo, o sea, no es un tema mecánico de poder reemplazar los componentes del sistema interno —así de prodigiosa como sea la cirugía en estos tiempos— sino un asunto de las células sensoriales que envían las señales al cerebro, una afectación neurológica.

Estamos creando generaciones enteras de sordos y a los propios candidatos a la pérdida de la audición no parece importarles: este escribidor ha estado últimamente en varias celebraciones —bodas, aniversarios y eventos así— y se ha encontrado con gente muy agradable y amistosa. Al principio se puede conversar con los convidados sentados a la mesa pero, muy pronto, la música que vomitan los amenazantes altavoces alcanza un volumen tan descomunalmente fuerte que no sólo es imposible entablar la más rudimentaria conversación sino que el ruido es molestísimo.

La anfitriona de una de estas fiestas, justamente, pidió al mandamás del conjunto musical que disminuyera el volumen; hubo que insistir tres veces hasta que, haciéndole ver que ella era quien había contratado al grupo, el tipo redujo algo el estrépito.

La gran pregunta: ¿qué hay ahí, detrás de ese impulso de producir un ruido ensordecedor? ¿Es acaso algo estimulante o se trata de que las personas no se comuniquen? ¿Es una perversa necesidad? ¿Es una forma de evasión?

Estamos hablando, en todo caso, de un fenómeno cultural —avasallador e imparable— que, junto con la adicción a las pantallas, está incentivando una sociedad de gente que no habla, que no se cuenta cosas ni intercambia experiencias. Más allá de la futura sordera de los millones de adoradores del ruido, ¿qué tipo de individuos estamos fabricando y cómo será el mundo que poblarán?

  • Román Revueltas Retes
  • revueltas@mac.com
  • Violinista, director de orquesta y escribidor a sueldo. Liberal militante y fanático defensor de la soberanía del individuo. / Escribe martes, jueves y sábado su columna "Política irremediable" y los domingos su columna "Deporte al portador"
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