El proteccionismo y el ímpetu nacionalista van de la mano. En la visión de los patrioteros, la llegada a un país de mercaderías producidas en otro lugar del mundo es una suerte de conquista, una pérdida de soberanía y una entrega de lo que es propio a inicuas fuerzas del exterior.
Esos mismos guardianes supremos del sacrosanto patrimonio de la nación no nos explican por qué pretenden, al mismo tiempo, que lo fabricado en casa sea vendido en otros territorios y que la gente de allá adquiera gustosamente lo que no se manufacturó en su caserío. Pero, en fin.
Justamente, recurrir al término “caserío” nos hace recordar que en algún momento, no hace mucho, se acuñó el término “aldea global” para dejar registro de la ruta que estaba tomando el planeta, a saber, la de una convivencia generalizada marcada, encima, por el intercambio abierto de bienes y servicios. La llamada “globalización”, para mayores señas.
Pues bien, ese alegre desprendimiento de los sentimientos tribales se ha acabado. Hoy, cada quien a lo suyo y si a un vecino de Waco, en el estado libre y soberano de Texas, le apetece trincarse unos tequilas destilados en Jalisco, pues tendrá que apoquinar una cuota adicional, un sobreprecio decretado, pues sí, por los encargados de imponer que lo que se beba allí —y en Oklahoma y en Nevada y en Arizona y hasta en la muy liberal California— sea el whiskey elaborado por los afanosos trabajadores de los talleres de Kentucky.
Dicho sea de paso, nada de champán de la campiña francesa, ni de elíxires de malta pura provenientes de la brumosa Escocia, ni de caldos de La Rioja o de la provincia argentina de Mendoza, ni de las mejores cervezas conocidas desde que el mundo es mundo, a saber, las que se fermentan en el Reino de Bélgica.
A todos estos fabricantes, aranceles al gusto del señor Trump, faltaría más. Lo que le venga en gana, según su humor. Y lo mismo para el resto de los productos habidos y por haber.
Naturalmente, los países afectados por la aplicación de aranceles a sus exportaciones serán los primerísimos en… hacer exactamente lo mismo, o sea, ponerles a todo lo que provenga de Estados Unidos las correspondientes tasas para que les cuesten más a los consumidores locales. Glorioso proteccionismo, qué duda cabe.