La mente humana funciona, entre otras cosas, con el propósito de que la supervivencia de la especie esté asegurada. Los impulsos, los instintos y las emociones tienen un sustento, digamos, biológico, más allá de que exista también una oscura propensión hacia la muerte y de que la violencia sea parte de un paisaje universal tan estremecedor como siniestro.
Entre las peculiaridades de nuestra percepción, tendemos a olvidar los trances negativos que hemos sobrellevado y a idealizar las vivencias del pasado al punto de construir siempre la ficción de un paraíso perdido, así sea una infancia teñida de irrepetibles felicidades o una juventud disfrutada en ese apacible terruño al que ya nunca volveremos.
Entonces, ¿todo tiempo pasado fue mejor? No, ni mucho menos. Pero el presente, fatalmente contaminado de cotidianidad y marcado por las inevitables durezas de la existencia, no ofrece siquiera el refugio de la nostalgia y termina siendo una auténtica desventura para mucha gente, con todo y lo disfrutables que son, hoy día, tantas y tantas cosas.
De ahí, en parte, la insatisfacción, el descontento y el enojo de los ciudadanos del mundo. No se dan por enterados de que al comenzar el siglo XIX, el 94 por cien de la población vivía en condiciones de pobreza extrema. En la actual centuria, ese porcentaje se ha reducido a 10 puntos. O sea, que una de cada diez personas afronta todavía las severidades de la miseria mientras que hace 200 años eran nueve de cada diez.
Sigue la desigualdad, desde luego, y las condiciones laborales de muchísimos trabajadores son muy duras en un entorno de feroz competitividad. La riqueza, además, está muy injustamente distribuida, tal y como lo muestran los informes elaborados por diferentes instituciones: uno y medio por cien de la población del planeta concentra casi la mitad del patrimonio mundial.
La cuestión medular, ante esta situación, es que el enfado de los votantes (estamos hablando, pues sí, de quienes pueden todavía ejercer libremente la facultad de elegir a sus gobernantes) no los está llevando a edificar una mejor realidad sino, por el contrario, a depositar su futuro en las manos de personajes de muy dudosa catadura moral y muy pobres aptitudes para ejercer la gobernanza de una nación.
El pasado fue tal vez mejor, pero lo que viene puede ser mucho peor.