Occidente se detiene cuando celebra la Navidad. La realidad de las cosas no cambia, pero la gente le roba sus durezas a la cotidianidad, por decirlo de alguna manera, para refugiarse en la acogedora cercanía de los seres queridos y compartir momentos de feliz concordia.
La atmósfera navideña está hecha de nostalgias, dulces canciones y un sentimiento de hermandad con el prójimo, aunque los días que anteceden a la celebración final estén, a su vez, impregnados de un extraño frenetismo: los humanos-consumidores, la subespecie mayoritaria de este planeta, no parecen resistir el embrujo de las compras ni tampoco la dictadura de los festejos y funcionan, entonces, a un ritmo absolutamente revolucionado, para expresarlo en términos automovilísticos.
¿El descomunal aumento en el tráfico de las calles no sería, si lo piensas, la más palmaria constatación de que esta época del año ha dejado de ser una experiencia religiosa —estamos hablando, después de todo, del nacimiento del creador de la cristiandad— para transmutarse en una enardecida carrera hacia los centros comerciales, los restaurantes y los bares?
Así funciona el mundo, desde luego, y la mismísima viabilidad de las sociedades modernas se sustenta en el crecimiento económico y las conmemoraciones, paganas o religiosas, son muy buenas ocasiones para aceitar la gran maquinaria financiera.
Más allá de todo esto, en la mente de quien garrapatea estas líneas se dibuja una sospecha algo extravagante, de naturaleza tanto geográfica como histórica: esta arrebatada impetuosidad estacional de la gente tiene que ver con el hecho de que habita el hemisferio norte: para los antiguos, el acortamiento de los días amenazaba con volverse ni más ni menos que el fin del mundo. Llegaba el solsticio de invierno y, miren, el astro rey volvía a brillar más tiempo. Había que celebrarlo, vaya que sí.
El cristianismo tuvo luego la idea de insertar la Natividad en estas fechas septentrionales. La ancestral ansiedad nórdica de los humanos persistió, sin embargo, hasta estos tiempos. Naturalmente, tendría yo que viajar a Australia y la Argentina para constatar que los naturales de allá son muy apacibles en diciembre y sustentar así científicamente mi teoría.
En espera de ese periplo, Feliz Navidad, amables lectores.