La notoriedad, algo que estaba fuera de nuestro alcance hasta hace muy poco tiempo, se encuentra ahora disponible por poco que cuentes con un teléfono presuntamente inteligente.
Con el advenimiento de las llamadas redes sociales, se expandió un espacio personal que antes no sobrepasaba el ámbito de las reuniones familiares o de las tertulias con los amigos.
La gente no se reúne ahora más a menudo con sus semejantes, ni mucho menos —las esclavitudes de la vida moderna devoran implacablemente el tiempo libre— pero, paradójicamente, está en contacto permanente con los demás esperando, encima, que aumente cada día la corte de seguidores que se ha podido agenciar en los salones del universo virtual.
En las tales redes puedes publicar lo que te venga en gana, desde luego, aunque predominan pavoneos, engreimientos, jactancias y presunciones. Bajo el omnipresente mandato de vivir para aparentar, el primer impulso que nos viene luego de haber adquirido el consabido bien suntuario (a punta de mensualidades, o sea, de un asfixiante endeudamiento) es exhibirlo para despertar la admiración del respetable público o, mejor aún, su muy perturbadora envidia.
No sólo se cacarean las compras sino todo aquello que sirva para dejar bien asentado el estatus superior del propagandista: viajes a países exóticos, comilonas en un restaurante obligadamente aristocrático y estancias en hoteles deslumbrantes, por no hablar de la foto en las gradas de los estadios de nuestro vecino país del norte.
Los logros particulares de cada quien necesitan ser fanfarroneados de la misma manera y, naturalmente, nuestros interlocutores responden de inmediato porque esperan ser correspondidos en alguna posterior ocasión. Cosechamos felicitaciones y muy alentadores mensajes. Nos sentimos así arropados por los adeptos y se ve satisfecha nuestra necesidad de ser vistos.
Todo esto ocurre en un extraño ecosistema cuyo acceso nos es facilitado gracias a una pantalla. Un descomunal porcentaje de nuestra realidad se encuentra ahí, miren ustedes, en lugar de que experimentemos la vida en nuestro entorno inmediato. Y ahí, en ese mundo virtual, es donde proliferan también toda suerte de advertencias y agobiantes exhortaciones.
En fin, seguimos con el tema… en 2025. Felices fiestas, amables lectores.