Comienza un nuevo año y todos creemos, a su vez, que vamos a emprender una suerte de renovación personal: iremos al gimnasio, seremos más disciplinados o más responsables, beberemos menos alcohol, aprenderemos por fin a hablar algo de inglés y, entre otros tantos propósitos, perderemos esos kilos en exceso que tanto nos agobian.
Esto, en lo que toca a nuestras asignaturas pendientes, a cosas que se pueden solventar a punta de acciones personales. En el otro extremo de las expectativas está el ilusionante espacio de lo mágico, o sea, la aparición de un príncipe azul o una fabulosa fortuna llovida del cielo.
El tema, con el perdón de ustedes, es que todo va a seguir siendo perfectamente igual: los humanos no nos transformamos repentinamente al cambiar el calendario gregoriano sino que vamos respondiendo progresivamente a los diferentes retos que la existencia nos pone delante, así sea que algunos individuos de la especie no cambien jamás y sigan repitiendo porfiadamente los patrones aprendidos en su infancia.
Estamos hablando de las servidumbres que nosotros mismos nos endosamos pero, también, de las tareas que nos caen encima por poco que incursionemos en el espacio de las redes sociales, a saber, todo un abanico de propuestas e incitaciones, irrenunciables en tanto que nos son presentadas no sólo como una solución a los oprimentes problemas de nuestra cotidianidad sino casi como una obligación en tanto que harían de nosotros seres más poderosos, completos, armónicos y, sobre todo, admisibles en ese mundo de constantes exigencias que nos ha tocado vivir.
Algunos de nosotros, en franca rebeldía, podríamos reclamar el derecho a la pereza o a la inutilidad: no todo lo que hacemos tiene por qué ser enriquecedor ni servir de enseñanza alguna. El tiempo real —los segundos y las horas que pasan— debería de poderse desperdiciar sin afrontar el castigo de los dioses de doña productividad.
Ocurre, sin embargo, que esa especie de presión del entorno sigue ahí, como una sombra que nos oprime a los condenados habitantes de un universo de constantes cumplimientos y que la liberación no se encuentra necesariamente a la vuelta de la esquina.
En fin, estimados lectores, a este escribidor se le ocurre insinuar que sigamos siendo igual de imperfectos como siempre. Pero, antes que nada, sin el menor residuo de culpabilidad.
¡Feliz Año Nuevo!