En los últimos meses hemos atestiguado duras represiones a protestas ciudadanas. Reprimió la policía a cargo de Enrique Alfaro, en Jalisco, a quienes se manifestaban contra el abuso de la policía municipal de Ixtlahuacán contra Giovanni López, quien falleció luego de ser detenido, presuntamente por no usar cubrebocas.
Por su arbitrariedad, las golpizas, la desaparición y amenazas contra las personas que se manifestaban en contra del abuso policiaco le dieron la vuelta al país en cuestión de minutos e incluso ocasionaron el posicionamiento de la CNDH, que exhortó al gobierno de Jalisco a respetar el derecho a la protesta.
Otro caso igual de grave sucedió en Guanajuato, con el gobernador panista Diego Sinhue, y la represión policiaca en contra de más de 120 familiares de personas desaparecidas, que se manifestaron exigiendo atención a la demanda de justicia. Y en el caso más reciente, en León, también Guanajuato, contra las protestas feministas por el acoso y hostigamiento sexual de agentes de la policía de León a una jovencita de catorce años.
No es casualidad que las represiones a las manifestaciones de exigencia de justicia y contra el abuso policial, hayan ocurrido en estados gobernados por el PAN y por Movimiento Ciudadano —catalogado por muchos como el nuevo PAN, pues en sus acciones está más encaminado a la derecha que a ser un partido progresista, como en un principio pretendieron. La historia reciente de nuestro país ha demostrado, desde el calderonismo, que laten en el corazón del panismo el uso instrumental del miedo y la criminalización, así como el desprecio por la integridad física y el enaltecimiento de la represión como sinónimo de orden —y aquí es preciso recordar que Calderón llamaba daños colaterales a los asesinatos y las desapariciones.
Al movimiento feminista —víctima de los gobiernos conservadores— le ha faltado crítica y perspectiva en cuanto a las estrategias de incidencia política. Hay quienes piensan que la militancia feminista no es militancia política y que poco o nada tiene que ver con el contexto político de nuestro país; lo entienden como algo separado. Al separarlo, se corre el riesgo de no terminar de entender ni hacer el análisis de cómo funciona la política a nivel local y nacional, y cuáles son las mejores estrategias para hacer avanzar una serie de demandas.
En las últimas manifestaciones feministas en los estados, ha sido común replicar formas de protesta del centro del país, de la ciudad de México, para visibilizar la rabia, descontento e indignación que sentimos las mujeres ante la violencia que padecemos a diario. Pero intentar replicar las tácticas de lucha, tal y como se viven en un contexto político que no es el nuestro, puede llevarnos no sólo a ponernos en riesgo, sino también a no cumplir con nuestros objetivos.
Perdemos de vista que la respuesta de los gobiernos locales ante nuestras manifestaciones tiene que ver con la ideología y el posicionamiento político desde el cual se ejerce el poder. No es lo mismo salir a manifestarse en la ciudad de México, entre miles de mujeres que inundan las calles, en una ciudad con mayor politización y que desde hace años es gobernada por la izquierda y caracterizada por ser una ciudad con políticas públicas progresistas, que manifestarse en Guanajuato, con un gobierno panista, represor en su ejercicio del poder y con una sociedad conservadora.
El principio de no represión que ha sostenido el presidente Andrés Manuel López Obrador y el respeto a la libertad de expresión es algo que, por lo menos en la Ciudad de México, la jefa de gobierno Claudia Sheinbaum ha tratado de respetar, pues justo hace un año ofreció disculpas públicamente por haber catalogado como provocación las protestas feministas e insistió en que durante su gestión no se criminalizarían. Eso sólo es posible en un gobierno realmente progresista, que respeta los derechos humanos y tiene voluntad política para cambiar el rumbo de la vida pública. No es el caso de la mayoría de los gobiernos estatales.