Se acerca el Día de Muertos, una época en la que el tiempo parece detenerse para abrirnos paso al recuerdo de quienes se han adelantado en el camino. Es una tregua con el olvido. Las ofrendas se llenan de flores, y el aroma del cempasúchil guía a nuestros padres, abuelos, hermanos y amigos, los que ahora habitan en esa misteriosa frontera entre este mundo y el otro.
Se cree que nuestros muertos nunca se van del todo, que viven en nosotros mientras conservemos sus historias, sus risas y esos consejos que parecían insignificantes, pero que hoy son brújula en días inciertos.
En estas fechas, esa memoria se vuelve tangible: un aroma nos transporta, una canción revive alguna vieja carcajada, y el pan de muerto parece tener el sabor de aquellos desayunos familiares en los que ellos, nuestros seres queridos, estaban presentes, tan vivos, tan nuestros.
Es tiempo para recordar a los padres que nos enseñaron, con palabras o con silencios, la fortaleza que se necesita para seguir adelante. Recordamos a las madres que sostenían nuestro mundo con manos que trabajaban sin descanso y abrazos que aliviaban cualquier pena. Los abuelos regresan en la calidez de las velas encendidas, con sus historias que parecían lejanas pero que hoy, más que nunca, entendemos.
Es un tiempo para reencontrarnos con esos hermanos que fueron los primeros compañeros de vida, los amigos que, aunque se fueron, dejaron huellas que aún trazan nuestras risas y nuestros silencios. Y aunque el vacío persiste, en el Día de Muertos la ausencia se transforma en presencia; de algún modo, ellos vuelven a estar con nosotros, aunque sea por un instante.
El altar es más que un rincón decorado. Es un espacio sagrado donde nos permitimos hablarles, pedirles consejo, recordarles que siguen siendo parte de nuestras vidas. Es un acto de amor y respeto, una celebración de la vida y un reconocimiento de que algún día, también nosotros seremos recordados de esta misma manera, con flores, velas y ese cariño que trasciende el tiempo.
El Día de Muertos es una oportunidad para reconciliarnos con el hecho de que la muerte no es el final, sino un puente que, una vez al año, nos permite estar cerca de aquellos que partieron. Que esta tradición sea un recordatorio de que mientras llevemos sus memorias y sus enseñanzas en el corazón, nuestros muertos siempre tendrán un lugar a nuestro lado.