“No se lo tomen a pecho, ahora saben quién soy yo: Yo soy el hijo del Mencho, soy nueva generación”, reza el corrido del hombre que ayer mismo fue condenado en Washington, D.C. a pasar encerrado el resto de su vida —probablemente a solas en un calabozo— además de pagar algo más de seis mil millones de dólares por reparación de daños. El Narcopríncipe, como también llamaban al afamado Menchito, tiene 35 años, conoció la cárcel a los 23 y desde entonces ha logrado pasar algo más de seis meses en libertad.
Naturalmente la moraleja se cuenta sola, y de hecho debería ser parte del corrido, si al menos los juglares del narcotráfico tuvieran libertad para contar las historias como son y no como las quieren sus protagonistas. Según archivos en poder de la fiscalía, al procesado se le atribuye cuando menos un centenar de homicidios. Unos degollados, otros quemados vivos y no pocos balaceados colman la lista de ajustes de cuentas de Rubén Oseguera González, iniciado en el negocio a los 14 años y retirado con apenas 25.
Dicen sus abogados que el Menchito no tuvo la oportunidad de elegir una vida diferente, pero he aquí que la suma de sus andanzas apunta a que la chamba junto al padre no sólo le gustaba y le satisfacía, sino que destacó por su eficacia y se hizo de un prestigio singular en el gremio. No quiero imaginar la cantidad de émulos y admiradores que aún ahora contemplan con envidia su trayectoria. Diez años de película, dirán, seguramente sin hacer las cuentas de lo cortos que fueron esos días, comparados con las horas eternas que por cientos de miles habrán de seguirles.
Por donde se le vea, la del Menchito es una historia trágica, perfectamente afín a los corridos clásicos, donde el protagonista terminaba mal y suscitaba todo menos envidia. El Narcopríncipe jamás pudo ganar, aunque así lo creyera mientras bulleron la adrenalina y la testosterona, y si fue mandamás por algún tiempo, deberá en adelante obedecer y agachar la cabeza —quizás el peor castigo para quienes han crecido y vivido habituados a dar órdenes— hasta el último instante de su existencia, en condiciones tales que de pronto un balazo en la nuca se antoja preferible. Providencial, incluso.
Mal puede uno, por cierto, compadecer a un forajido con semejante joya de palmarés. Por más decenios que pase enjaulado y más compensaciones que llegue a pagar, nunca quedará a mano con sus víctimas, ni alcanzará quizás a formarse una idea del horror que ha dejado tras de sí. ¿Y no es esta materia de corrido, en lugar de las elegías huecas y lambisconas a que el narcocorrido nos tiene acostumbrados? Mucho se habla de libertad y soberanía, sólo que en estas tierras los compositores, como los periodistas, viven amordazados por sus personajes. Pobre de aquél cuya canción disguste a uno de tantos capos narcisistas, pues su final será materia de corrido.
En otros tiempos solía castigarse la apología del delito. Hoy, en cambio, nos toca cuidarnos de incomodar a quienes lo cometen. Están en todas partes, por eso cada vez que alguien te mira feo cabe, antes de enojarte, considerar la posibilidad de que no fueras tú su primer fiambre. Nadie quiere seguir los pasos desdichados de Rosita Alvírez, ni correr la tenebrosa suerte de don Luis Macarena: personajes alguna vez lejanos que en los años recientes parecerían salidos de una obra costumbrista.
Algo tienen de hip-hop los narcocorridos, que sus héroes suelen ser bravucones, fantoches y triunfalistas, actitudes por cierto muy comunes entre los cocainómanos, cuya escasa tolerancia a la frustración es poco menos que proverbial. Ahí donde el tequila te invitaba a llorar, la coca te conmina a recordarle al mundo que eres insuperable. Mientras dure el efecto, no habrá tiempo ni ánimo para tener presente dónde y cómo terminan los insuperables. Que es justamente donde empieza el corrido.