@Sobreperdonar
Montaigne, con la invención del ensayo, patentó la conversación como género literario. Aunque el legado de Montaigne tuvo extraordinarios seguidores en su lengua, en los tres siglos siguientes a su muerte, su inventó floreció mayormente en Inglaterra. A diferencia del ambiente absolutista, de exaltación y de terror que sucesivamente vivió Francia, el suelo inglés ofreció un clima más fértil y estable para el género dialógico del ensayo. Acaso en este país, los usos y costumbres de la Ilustración arraigaron más duraderamente y la divulgación del conocimiento y las artes de la opinión se volvieron fundamentales.
Para una parte de la población, se hizo habitual la frecuentación de bibliotecas, clubes de lectura o casas de café, así como el consumo de revistas y periódicos. El surgimiento del denominado “público” permitió, a su vez, que los artistas, pensadores y escritores ya no dependieran solo de los mecenazgos y propició mayores márgenes de independencia. El público consumía material periodístico que mediaba entre el especialista y el aficionado, difundía opiniones políticas y ofrecía entretenimiento y temas de conversación. Este desarrollo se retroalimentaba con fenómenos como la popularización del café y el establecimiento de casas públicas para consumirlo, lo que permitía mezclar clases sociales, profesiones e ideologías políticas y religiosas alrededor de la charla informal. Si a ello se agrega un régimen político con crecientes contrapesos entre poderes, se puede entender el giro radical que, con respecto a otros países, adoptó la conversación pública en Inglaterra: las personas con formaciones, intereses e ideas antagónicas podían confrontar sus ideas; se matizaban y aireaban los dogmas y se valoraba la polémica cordial, digamos deportiva, donde brillaban el argumento y el ingenio. El género ensayístico constituyó el arquetipo de esta disposición afable a la conversación con los demás, incluidos los adversarios que, más que aplastar, buscaba encontrar coincidencias y complementar visiones. Si bien no se anulaban las profundas diferencias, la disidencia no era motivo de enemistad o encono y se buscaba hacer de la tolerancia y la urbanidad los motores de la vida intelectual. Mucho de este memorable espíritu ilustrado ha cambiado en la escena pública más reciente. En distintas latitudes, la conversación se anula y el debate público, desde los medios impresos y electrónicos hasta las redes sociales, se caracteriza por una marcada contra–ilustración. A menudo fragmentada y polarizada, la discusión parte de pensamientos únicos, carece de referentes comunes y es refractaria a las coincidencias. Tras la escenografía de la conversación democrática y liberal, tiende a imperar una auténtica ley de la selva, en la que los poderosos desdeñan los argumentos, llaman enemigos del pueblo a sus críticos y descalifican las preguntas incómodas. La conversación, la gran herencia de Occidente, también busca refugio.