Kipling y la política vulgar

Bichos y parientes

Como a muchoseuropeos, lademocracia le parecedespreciable porvulgar e igualada

El escritor inglés a quien debemos, entre otras obras, La luz que se apaga y El libro de la selva.
Julio Hubard
Ciudad de México /

El mundo ya no sabe ocultar su desprecio por los gringos. Eran baluarte de la democracia y terminaron en una fofa demagogia. Y el fenómeno parece cundir por el mundo. Creíamos flotar en la marea de las democracias liberales, pero es posible que estemos en la desembocadura hacia otra forma del antiguo imperialismo: la idea de nación, el deseo de ser súbditos, el cansancio de la latosa ciudadanía. Y entonces, quizá entre los documentos históricos podamos leer una obrita maestra que lleva más de un siglo inadvertida. Las Notas americanas (1891) de Rudyard Kipling no fueron escritas para publicarse. Cuando salieron en libro, los críticos, enojados por las cruentas burlas y sorprendidos por el desparpajo de su escritura, las juzgaron indignas de su autor. Error: es de sus mejores libros, precisamente porque carece de las lacas y barnices que se suponían elegantes. 

Todo le resulta vulgar a Kipling, pero nada como el periodismo gringo. Relata una conversación con un periodista, que él percibe como el acoso de un tarado: “¿Allá, en la India, ustedes tienen reporteros como nosotros?” No, responde Kipling. “¿Por qué no?” “Porque los matarían”... Pero “era como hablar con un niño, y un niño grosero, encima”. Lo escandaliza que existan tantos periódicos y tanta gente escribiendo. Como a muchos europeos, hechos a las maneras de los imperios y los modales de una cortesía de clases, la democracia le parece despreciable por vulgar, corriente e igualada. Lo enoja que el botones del hotel lo trate como igual (“pero, a juzgar por los diamantes de su anillo, yo debería tratarlo a él como a un superior”). No soporta el modo de hablar de los gringos y eso lo persuade de que se trata de un pueblo tonto con un sistema estúpido. Aunque, al menos, él mismo pudo al fin declarar su admiración y hasta su envidia por la obra de Mark Twain, cuando prologa una entrevista diciéndole a sus coterráneos: “ustedes y yo ya no somos iguales, porque yo estreché la mano de Mark Twain y ustedes siguen siendo meros mortales”.

El cuidado que se toma en referir modismos, chuscas elegancias y vulgaridades a bocajarro son típicos del imperialista que se presenta muy seguro de sí y muy dueño de su idioma, pero en el fondo guarda una profunda inseguridad ante la historia: lo amenaza toda variación de sintaxis, fonética, rítmica; lo alarma la diferencia, como si se tratara de defectos o copias deformadas, y le produce desprecio que los escritores sean tantos y todos tengan periódicos que los publiquen, con todo y ese estilo crudo, directo, descortés. Él era, al fin, un auténtico imperialista, y no solo convencido sino inteligente y sensato. No entiende la democracia liberal: “Estoy viendo una maquinaria en acción, los americanos hablaban de las political pulls” —y escribe pulls, no polls, “compulsa”, “encuesta”—. Kipling desconocía ese uso de las matemáticas, la encuesta, la estadística, “ese modo de hablar que yo no podía entender, o entendía a pedazos, era el habla de los negocios”. Y tiene razón. Los Estados Unidos impusieron al mundo la política como negocio. La concepción de las cosas públicas, en todo el mundo, había cambiado. Eso lo comprendió Kipling. O casi, porque al oír esa lengua de business y política, “tuve al menos el suficiente sentido común para entender eso, y para irme a carcajear afuera”. 

Después, los discursos, la oratoria ostentosa de los políticos. Kipling quería esconder la cara en la servilleta y reírse. No lo hizo. Se quedó perplejo ante los discursos de los demócratas, hasta que oyó al teniente Carlin, para quien se ofrecía un banquete. El teniente gigantón habló de modo seco, corto, tajante: “Caballeros, les agradezco mucho este banquete y que me digan todas esas lindezas, pero lo que hay que entender, el hecho, es que queremos y tenemos que conseguir cuanto antes una Armada: más barcos. Muchos barcos”. Y Kipling cesó su burla: “Amé a Carlin en ese instante: ¡Caramba! Ése es un hombre”. 

El mundo había cambiado: la naca democracia se extendería por el siglo, pero Kipling reconoció un vicio eterno: la admiración, la obsesión por el poder, y el absurdo apego a las nociones de patria y nación. Muchos países parecen hartos de ser repúblicas y han decidido bogar por formas de gobierno que recuerdan los orgullos de ser súbditos de algo grande y poderoso. El librito de Kipling debiera ponerse en circulación, porque es una obrita genial y porque ahora revivieron muchas de sus despectivas críticas a la democracia liberal. 

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