Aguaceros de Julio

Reseña

En el más reciente libro de poesía de Julio Ramírez, el desamparo rinde homenaje a instantes de intimidad.

Portada de 'Aguaceros de paso', de Julio Ramírez. (FR Editor)
Araceli Mancilla Zayas
Ciudad de México /

Una nostalgia incurable sostiene la hechura de Aguaceros de paso (FR Editor, 2023) de Julio Ramírez (Oaxaca de Juárez, 1953). Es un libro de poesía donde llueve hacia dentro, más que afuera, y al querido y admirado poeta Héctor Carreto, quien nos dejó, desdichadamente, hace muy poco, le pareció que sonaba a despedida.

Es verdad que el desamparo cruza sus estancias, pero es cierto también que rinde homenaje a instantes de intimidad que saben mostrarse en el punto más alto de la sensualidad y el gozo erótico. Porque quien escribe estos poemas ve los acontecimientos del mundo con resignación y esperanza. No hay contradicción en ello. Quien escribe ha ido desmenuzando lo vivido con una observación que transforma las cosas para que, por dar un ejemplo, los pájaros, que son hojas, desprendan los primeros lamentos del día que está por comenzar. Lo que comienza con el libro es la niñez que no acaba. La infancia sigue agazapada debajo de la piel para brincar como un saltamontes cada día, renovando la cáscara. Escuchemos:

“Debajo de la piel

vasija inmensa,

chasquidos de agua

en lenguas de pájaros sedientos…”

Aguaceros de paso empieza con un amanecer, pero la permanencia del tiempo es de la noche, ha dicho el poeta Carreto en su prólogo. Sin embargo, la oscuridad en los poemas no es en todo momento la de la tristeza. Sus ramajes nocturnos nos ofrecen lunas que son la mejor compañía, repertorio, como dice el poeta Julio Ramírez, al lado de quien vaga en la noche. La luna puede ser de belleza particular el siete de abril, y ofrecer razones para dar sentido a una ronda alcoholizada. La luna es la compañera en la ciudad que antaño se llamó Distrito Federal. La dura urbe, con la luna en sus orillas de tres cuartos de hotel, sigue siendo aquella a la cual dirigir, en un tono que nos recuerda Los hombres del alba de Efraín Huerta, este reclamo:

“Tú lo sabes:
el aire es otra cosa que un minuto,
yermo, cadavérico quizás,
intransigentemente tuyo,
sin orillas:
sólo tú y tus ladrones.
¡Ah!, y los centavos tirados por las avenidas;
es decir: tus poetas, esos tus hijos
eternamente jóvenes,
que van de puerta en puerta,
de aldabón a aldabón,
llamando,
para buscar quien les abra la mañana”.

Después de “Los ramajes nocturnos”, Aguaceros de paso entra a la parte central de su discurso llamada “El árbol que no duerme”, donde el amor se deja perder por el mar y la pasión se resuelve en ausencias, dudas. El mar es una evocación que se cuela en los asuntos cotidianos, frente al deseo, que no promete nada, que sólo propone la entrega de los cuerpos. Un aliento de amante herido, entre litorales, álamos y cóndores, nos trae eco de los poemas amorosos de Pablo Neruda, y, en algún momento, parece cercano al escepticismo de Jaime Sabines. Escuchamos:

“Tal vez nos acercábamos al mar
antes de la caída del crepúsculo:
viajeros,
islas de paso,
y allí estaba la arena
tapándonos los poros de la carne”.

Y también:

“Después de cada noche sin oírte
no pasa nada,
nada quiero que pase,
ni Dios ni el tiempo”.

“De madera era el aire” es la sección que cierra el libro con trenos que inician una amplia reflexión sobre la comadre del viento, la señora posesiva, la señora Muerte que hace decir al poeta:

“Cuando el viento no sea para mí,
tálame, sabia.
Seguramente, entonces,
ya no tendré más nada para dar”.

Con ironía jocosa y amarga estos poemas hablan al oído y al ombligo de la dama muerte, quien es, en el poeta, amante, putísima, la que sin avisar toca la puerta y llega. Así la aborda:

“Si yo fuera la muerte
(triste oficio)
el osario estaría en bancarrota”.
*
“…
Muerte familiar,
de azúcar en noviembre,
adornadita apenas de barro y alambre:
me sonríes”.

Uno de los trenos de este libro está dedicado a Sinuhé Aguilar Barranco, talentoso alumno del taller literario Cantera Verde, quien murió a los veinte años, dejando en sus integrantes una primera herida. Con su muerte impensable, Sinuhé nos alertó sobre las maneras en que la posesiva señora puede tocar la puerta. Entonces el poeta Ramírez, hondamente conmovido, se duele con una ternura inmensa, desorientada, que habla a su alumno, zozobrando, y hace alusión, entre líneas, al llanto de Miguel Hernández por su amigo Ramón Sijé:

“No creo en nada, en nadie,
amor, hermano, hijito mío,
qué forma de partirme por el tronco
cuando estoy empezando en hortelano:
Sinuhé,
suenas como los grillos en mi casa:
nada me piden y cada noche están,
los necesito”.

Cierra Aguaceros de paso con el Réquiem dedicado al músico Guillermo Porras. La lluvia ha cesado y amanece de nuevo en el itinerario de este libro que termina donde empezó, de donde nunca se ha ido el poeta: comarcas del sueño de la vida, que es un alto en el camino para seguir muriendo. Concluye así:

“Queda tranquilo, hermano,
por ahora descansa,
tendremos, lo aseguro,
el tiempo suficiente
para después morirnos
en otra infancia”.

Esperaremos con el poeta Julio Ramírez el siguiente aguacero.

AQ

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