“Los pesimistas adoran la forma”, me dijo un día Octavio Paz, porque yo objetaba una transición de un endecasílabo a un octosílabo, que a él le tenía sin cuidado en su aspecto métrico: el poema, no recuerdo de quién, estaba bien y resuelto, y yo lo sabía, pero me resistía a aceptarlo. Por aquellas fechas conocí a Aurelio Asiain, que era secretario de redacción de Vuelta. Otro obsesivo de la métrica y las técnicas, y a él también le molestaba el salto técnico del poema y también sabía que Paz tenía razón.
La diferencia de Asiain, desde entonces, era su desapego personal. Fue el primero de entre aquellos jóvenes en usar primera persona del singular en sus críticas, reseñas y ensayos. Los demás usábamos un tímido plural. Y sin embargo, nada de su acontecer personal aparecía nunca en sus poemas: ni sus cuitas, ni sus enamoramientos, ni su historia. Formas: sus poemas eran un ejercicio de poesía, no de expresión personal. Tal vez esa era la ruta hacia Japón.
Algunos han comparado a Asiain con Donald Keene. Hay que hacer un distingo: Asiain es mejor poeta. Y, aunque el conocimiento es su oficio, no persigue una divulgación de saberes literarios sino, de nuevo, la poesía tal cual. No se pasa directamente de una lengua occidental a la experiencia del japonés. Es otro universo de pensamiento, casi inimaginable, a menos que alguien como Asiain acompañe y guíe al lector.
Tablada halló un mundo (para nosotros) nuevo, y con sus descubrimientos hizo magníficos poemas mexicanos, con sauces, risas y sandías. Paz dio varios pasos hacia una realidad velada por la lengua propia, y acercó un poco más el contacto. Intuiciones luminosas, aunque sin la sustancia primera: la lengua misma, el japonés. Pero cuando leo a Asiain, me queda algo más que una alusión: él puede tocar esa realidad; yo no, pero me lleva a ver el hecho de la poesía japonesa y su misterio. Antes de Luna en la hierba, la poesía japonesa era cartografía. Ahora es posible ir.
Pese a la distancia: el japonés cuenta con un universo total de 126 sílabas, nada más. El español cuenta con más de 2 mil 500 iteraciones silábicas. Esto refuta impresiones e imprecisiones comunes. Cuando Wittgenstein dijo: “los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”, hay quien piensa en un rango de vocabulario. Es una ingenuidad: no se trata del número de elementos sino de su dinámica de combinaciones, sonoras y sintácticas. A fin de cuentas, la gran música occidental (la diatónica) tiene sólo 7 notas. Y 126 sílabas, que suenan a muy pocas, son un universo inagotable de combinaciones. Pero, además, que un número limitado de recursos pueda generar una combinatoria infinita, guarda una secreta felicidad: la repetición, las asonancias y consonancias, las aliteraciones y sorpresas. Y es que la repetición tiene dos casas. Puede ser el tedio, el aburrimiento, pero también la casa del ser: el reconocimiento.
Los primeros europeos en América dieron con monstruos; por falta de capacidad poética, los redujeron a una falaz cotidianidad. Abundan ejemplos; pongo un par: llamaron “piña” (nombre del semillero de los pinos y araucarias) a la ananá, y “plátano” (un nombre griego de un árbol europeo) a la banana. La realidad se achata si se le nombra mal. Y sospecho que cosa semejante venía sucediendo, ya de largo, con la poesía japonesa. Y es que traducir de una lengua indoeuropea a otra es salvar unos obstáculos formales, pero las traducciones del japonés requerían una actividad más que virgiliana. Pienso en Dante, que cuando entra al Paraíso, ve sólo luces, hasta que Beatriz le explica esas luces, y entonces el pequeño y pueblerino Dante descubre que esos resplandores son seres verdaderos: ángeles y santos.
Algo me hace sospechar que Asiain no halló en Japón otro mundo sino la casa original. Sus poemas, desde República de viento hasta Urdimbre buscan una forma de la imagen, distinta de la tradición. No una sorpresa, no una confirmación sino una realidad que no es predicado de un sujeto específico: “Por fin desde el olvido / intacto y sin testigo”. Siempre es preciso siempre y siempre claro. Pero no sencillo. Los poemas de Asiain, propios o apropiados por traducción, pueden ser tan diáfanos como misteriosos, con formas perfectas que no desembocan en simpleza sino en una complejidad que se resuelve en sí, en la contemplación, en la perplejidad; es decir: no son predicados de cosas en el mundo sino sujetos de su propia forma: “Esto que pasa / y se va y no regresa / es el poema”.
AQ