Los cafés tienen un rico pedigrí intelectual y literario y, para muchos escritores del pasado, constituían su más preciada aula y su espacio privilegiado de contacto y ascenso profesional.
Desde el Londres del siglo XVIII hasta el París de la posguerra pasando por la Viena de los albores del siglo XX, muchos momentos estelares de creación artística y producción intelectual se han generado alrededor de estos lugares, en donde se induce la más espontánea, fecunda y gozosa mezcla de personalidades y saberes.
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En su fascinante The Social Life of Coffee, The Emergence of the British Coffee House, Brian Cowan relata la aclimatación del café en Inglaterra y describe la forma en que una bebida “exótica” generó una revolución del consumo y contribuyó decisivamente al nacimiento de una esfera pública pionera en Occidente.
De acuerdo a Cowan la primera noticia del café en Inglaterra proviene, en 1600, de un clérigo que, desde Aleppo, describe, sin mucho entusiasmo, la bebida oscura que consumen los locales. Medio siglo después se inaugura la primera casa de café en Inglaterra, donde la curiosidad y cosmopolitismo de sus primeros consumidores propiciaron que, no sin numerosas y pintorescas oposiciones, esta bebida se arraigara y adquiriera prestigio social. En efecto, los apologistas iniciales del café fueron los llamados “virtuosos”, intelectuales versados tanto en los oficios prácticos como en las artes y fascinados por las ciencias y los descubrimientos geográficos de la época. No en balde, uno de los principales representantes del tipo “virtuoso” era Francis Bacon, el omnívoro erudito y audaz utopista, que en su “Nueva Atlántida”, imaginaba una venturosa sociedad regida por la avidez de saber y la apertura hacia lo desconocido.
La promoción del café que hicieron los virtuosos contribuyó a dar legitimidad y lustre a los establecimientos donde se consumía esta bebida (y otras extravagantes como el té y el chocolate) y los reputó como lugar de fructífera charla, distinguiéndolo de otros, como las tabernas, a los que iba a embriagarse y perderse el populacho. Se suponía que el café (a diferencia de otras drogas asiáticas) tenía virtudes medicinales y promovía una sociabilidad bien temperada, favorable a la deliberación intelectual. En estos lugares relativamente baratos y, en general de acceso abierto, los asistentes podían encontrar noticias y difundir e ilustrarse en diversos saberes o formas de urbanidad. En estos espacios convivían academias informales, grupos de sedición política o meros ociosos; también se llevaban a cabo demostraciones científicas, se realizaban subastas, se culminaban transacciones comerciales y, sobre todo, se discutía amplia, desordenada y civilizadamente de todo. Así, la peculiar combinación de curiosidad intelectual, vigor comercial y una incipiente sociedad civil, impulsaron el fenómeno del café en Inglaterra y su papel paradigmático como espacio y escuela de conversación, desde entonces hasta ahora.
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