‘Canto de Macario’, una obra maestra de Antonio Juan-Marcos

Reseña

Recientemente tuvo lugar el estreno mundial de la obra del compositor mexicano inspirada en el célebre cuento de Juan Rulfo; el siguiente es el emotivo testimonio de ese acontecimiento.

El compositor durante el estreno de su obra en la Sala Nezahualcóyotl. (Cortesía)
Sergio Briceño
Ciudad de México /

Para Victoria García Jolly

Le comentaba a Victoria, luego de apurar nuestros espressos para evitar que nos impidieran ingresar a la sala, que para quienes hemos vivido a la sombra de Juan Rulfo por haber nacido a diez kilómetros de distancia de Comala y tenido un compañero de la primaria con un rancho llamado La Media Luna; o por haber convivido con Juli San Juan, quien fuera esposa del cineasta Alberto Isaac, y pariente de Susana San Juan, personaje de Pedro Páramo; para quienes, en fin, hemos sido fantasmas deambulando por las calles de Comala cuando se viene el crepúsculo y acaba uno de salir de los tugurios del portal, frente a la iglesia de San Miguel Arcángel; para esos que bajamos a beber cerveza a la orilla de La Barragana, Canto de Macario es una pieza que viene a constituirse como fiel y subversiva imagen de los escenarios en que se mueven los hijos del “rencor vivo” presentes en la novela rulfiana, pero más aún en el cuento Macario.

En Colima y sus alrededores, todavía se toca la chirimía, que la sección de vientos y percusiones de la Sinfónica de Minería supo reproducir con precisión en esta obra del compositor mexicano Antonio Juan-Marcos (Ciudad de México, 1979), quien ya había abordado los paisajes que Rulfo escribió, con su pieza Tum Tambor, también apoyada en el mismo cuento, acaso uno de los más enigmáticos del maestro nacido en algún punto de la geografía intervolcánica colimense.

En el poema sinfónico de Antonio, lo que se advierte es una suerte de humus o greda que va devorando, desde los timbales, las tarolas y el xilófono, la capa que subyace en el inconsciente de Macario, ese niño apedreado, gritón, expulsado de la sociedad; el malnacido que no puede salir de su casa ni de su cuarto porque avergüenza a sus parientes. La leche que Macario chupa de los pechos de Felipa, su única acompañante en esa soledad llena de ranas, alacranes y cucarachas, es la que se escucha en los solos de violín, en sus largos, para enseguida enlazarse con el universo natural de la sección de percusiones simulando el sirimiri, esa llovizna pertinaz tan frecuente en Comala.

Canto de Macario es un efluvio dantesco que va a rastras por los empedrados de la calle Aquiles Serdán rumbo a Nogueras, saliendo desde ese “puro calor sin aire”, desde esa Comala “sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno”, como dice Rulfo. Una pieza musical que recrea la parte arquitectónica, con sus puentes sobre ríos pedregosos, en veredas llenas de polvo o en cuestas como la de las Comadres. Todo sucinto en un poema con armonías que evocan al Satie de las Gnossiennes o rememoran La separación, de Mijail Glinka: la tersura de los recuerdos y el calor de los carbones que ya se apagaron y son humo delgado subiendo hasta desaparecer.

La parte de las ranas que Macario “apalcuacha”, como dice Rulfo, es resuelta mediante maderas que retratan el sonido del golpe y uno es capaz de imaginar de qué modo el propio Macario aguarda en la alcantarilla la salida de esas ranas. Si uno entra en el cuento, podrá sentir que los números de las páginas se convierten en las cucarachas que se le suben a Macario cuando duerme. O los alacranes, cuando no hay que moverse para evitar que piquen dolorosamente, mortalmente. ¿Habrá estado vivo Macario? ¿Quién era, qué edad tenía, cómo era su rostro? ¿Calzaba huaraches, andaba desfajado? ¿Babeaba?

Carlos Miguel Prieto al frente de la Sinfónica de Minería. (Cortesía)

El estreno mundial de Canto de Macario estuvo a cargo de la Sinfónica de Minería, dirigida por Carlos Miguel Prieto, en una Sala Nezahualcóyotl en la que el maestro Antonio recibió aplausos que recordaban los sonidos que contiene el cuento rulfiano más emblemático de su obra.

Después del concierto, en el silencio que guardamos Victoria y yo al interior del Metrobús, allá en una zona profunda de ojos en blanco, pude percibir el croar de esas ranas, que me despiertan, desde entonces, a medianoche, con más armonía, con esa armonía de lo que hay en los abismos de cada hora o minuto en los días en que, secretamente, se experimenta la maravilla corporal de una obra maestra.

AQ

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