En el origen de nuestra nueva perversión habita un fantasma: el alma natural que se imagina buena y noble mientras no sea envilecida por las instituciones humanas; el estado paradisiaco de alma y naturaleza: ese robinsonismo que de bonachón acaba dando en un odio contra el ser humano. Dice Clément Rosset que hemos llegado a concebir que “naturaleza es lo que existe sin el hombre” (La Antinaturaleza, Taurus, Madrid).
También tendemos a proyectar hacia el pasado nuestra modernísima ideología y suponemos que, desde luego, como la naturaleza es buena, siempre tuvo que haberlo sido. La verdad es que esa idea de bondad es mucho más compleja y, sobre todo, novísima: no aparece sino hasta el siglo XVIII, con Rousseau.
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Pero esto es contrario a la ideología más larga de la humanidad previa. Por ejemplo, para Hesíodo, la naturaleza está llena de fuerzas que odian al hombre. El espacio debe ser ganado a lo agreste, la región donde no puede sobrevivir el hombre por sus fuerzas. Solo la tierra cultivada puede albergar vida humana porque “los dioses ocultan el sustento a los hombres” (Trabajos y días, v. 42) y conceden los bienes solamente a quienes llevan a cabo los rituales.
Es verdad que Prometeo les había dado el fuego, pero Zeus envió a Pandora y la caja de las desgracias como compensación, para impedir que los “comedores de pan”, como llama a los seres humanos, tuvieran una existencia leve y regalada. Y envió también, en compensación, una “envidia de la buena” (agathé d´Éris) para que el alfarero compita con el alfarero, el carpintero con otro carpintero... y todo parece crecer, mejorar con el trabajo y la competencia. La humanidad sufre cuatro transformaciones y queda viva la quinta especie humana, en la que “el cobarde hiere al valiente hablando con palabras sesgadas y con juramentos”, cuando aquella vieja y buena Éris se transforma en una envidia despreciable, “horrisonante, que goza del mal, de odiosa mirada”. Después, el respeto o pudor (Aidós) y la capacidad de indignación (Némesis) se apartaron de los humanos “y ya no hay ayuda contra el mal”. La vida humana será viable solo como una eterna lucha para impedir que la naturaleza la devore.
El trabajo que Hesíodo le muestra al perezoso Perses no es un mero modo de enriquecimiento sino la única apuesta sostenible: el cultivo, la cultura. La tierra debe mantenerse rastrillada y labrada, aunque no se piense en sembrar, pues si no, lo agreste se apodera de ella y siguen las miserias y la muerte.
La relación se mantuvo hasta el siglo XVIII, cuando suceden dos cosas: la invención de las máquinas de gran poder, con el vapor, y la idea rousseauniana de que la naturaleza y el alma humana son buenas en sí, de suyo, pero que las instituciones, la propiedad y el dominio de unos sobre otros envilece a todos. Desde luego, no es ni remotamente lo mismo rastrillar la tierra, ararla, cultivarla, que echar asfalto, alzar concreto y poner a rodar vehículos de combustión.
Los viejos dioses murieron asfixiados en el humo de los motores, y nosotros aprendimos a pensar el mundo al revés de Hesíodo: la condición original de la naturaleza es perfecta sin el hombre; es superior a nuestra civilización porque estamos maleados y depredamos todo; nuestras ventajas materiales, nuestras comodidades, aditamentos y adicciones vienen de haber corrompido un mundo que sería mejor sin nosotros.
La idea de que la naturaleza carece de moral no es complicada: de los hechos no se sigue un juicio moral. Como dice Hume: de un orden descriptivo no se sigue una conclusión evaluativa, o, más escueto: no puedes obtener un “debe” de un “es”. Pero no nos mueve la lógica sino las preces de nuestro malestar. Como somos el mal, aquello sobre lo que ejercemos nuestro mal no puede ser sino bueno y, como todo mundo sabe, el malo le hace daño solo al bueno. O algo así. Del mismo modo que la purísima ética del victimismo que supone que no hay víctima culpable, ni mala, ni viciosa. Legiones de sufrientes… es la beatificación de nuestros días, que no se ha dado cuenta de que a los cristianismos sin Dios les falta un tornillo. Pero, vaya: que aquel que ha sido víctima queda relevado de juicio moral.
El victimismo es el modo de expiar el mal que cometimos y, quizá, por eso halla sentido, resonancia y caudal moral. Somos rousseaunianos, sin verlo bien: somos el mal. Nuestros logros civilizatorios nos condenan y hemos cambiado el bien original en un mal terrestre, de gasto y desperdicio.
LVC