¿Ocaso de la desregulación? No solamente en la realidad económica sino también en la vida afectiva, en la creación artística o en la conducta de vida, la lucha contra las reglas es, a la vez, necesaria y destructiva, una mezcla de generosa pasión, brutal o inconsciente egoísmo y confusión. Sobre todo cuando, como en la devastadora tempestad que se ha abatido sobre todos nosotros con la agresión del coronavirus, uno se encuentra envuelto en una malla de disposiciones y prohibiciones, como un pez atrapado en la red. La regla es fácilmente vivida como abstracta, fría, hostil a la pasión y a la vida que también defiende. En ciertas épocas históricas, por ejemplo, durante el periodo romántico, las reglas acabaron reducidas a meras abstracciones genéricas, contrapuestas a la imprevisible creatividad poética. Benedetto Croce decía que las más grandes obras maestras poéticas —Homero, Dante o Shakespeare— infringieron, felizmente, las reglas.
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No es verdad. Las rimas de los tercetos dantescos y el endecasílabo de cada verso son la poesía misma, el beso de Paolo y Francesca, la música del mar que se despliega como un sudario sobre el naufragio de Ulises, y esto vale para todas las artes. Incluso los genios insolentes y agitadores de las revoluciones artísticas han proclamado y practicado la subversión de las reglas de la forma y de la vida, pero para crear y practicar otras.
Un genio disoluto, rebelde o autodestructivo como Poe, autor de obras maestras que subvierten toda expectativa lógica, reveló, en el génesis de un poema, la estricta lógica y las inflexibles leyes del verso, de la invención y de la arquitectura expresiva que presiden la creación de su perturbador poema El cuervo.
Rechazada retóricamente en nombre de la anárquica libertad del mercado y del deseo liberado de las normas morales, la regla volvió a estar al orden del día cuando, hace pocas semanas, la pandemia comenzó y continúa, cada vez más violentamente, devastando nuestras vidas y las del mundo entero. Cada vez más, la batalla contra la pandemia y la muerte se le encomienda a las reglas, mandatos, vetos e interdicciones. También este imperio de la ley y de sus sanciones es una estrategia que defiende la vida y, a la vez, acrecienta la contrariedad y el sufrimiento, obstaculiza la satisfacción de necesidades primarias y crea desolación cotidiana. Personas amadas sufren y mueren en una soledad que agobia al corazón, tanto del enfermo privado de la salud o de la vida como de la mano que siempre lo acompañó durante la vida y de la que necesita todavía más en el sufrimiento o en la agonía. Las reglas nos impiden tocar esa mano y ser tocados por ella. Saber que un padre, un hijo, un amante sufre solo y puede morir solo, no saber qué palabras y qué pensamientos le vinieron a la mente o saber que esos pensamientos y esas palabras no pueden llegar a quienes lo aman, es un dolor que contiene la muerte, al igual que un fruto contiene una semilla.
¿Pero, tenemos derecho de comprometer a otras vidas, incluso en nombre de nuestro amor y de la necesidad que tenemos de ellos o de su deseo de nosotros? También el amor, si disgrega límites y deberes, puede volverse un embrollo destructivo. También en el corazón, escribe Stefano Jacomuzzi, en su extraordinaria novela Un vento sottile, a menudo todo es un desastre y una gran confusión. Es humano amar más ese confuso desastre que las reglas; la transgresión nos parece tan de poca importancia como estacionarse en un lugar prohibido o pasarse la calle cuando el semáforo está en rojo y no hay ningún peatón a la vista.
Es inevitable, casi natural, odiar las reglas, las prohibiciones de estacionarse, los límites de velocidad. Las reglas son la democracia y la democracia es, ciertamente, menos fascinante que el amor o el color del mar; es un valor frío, como la regla, la cual, no obstante, nos permite cultivar nuestros valores cálidos: el amor o el color del mar. La tentación de transgredir las reglas es humana, muy humana, es el color de nuestra vida. Pero existe una seca y dura poesía de las reglas que debemos aprender a respetar, al igual que el poeta respeta el endecasílabo; a través de esta inflexible y aparentemente árida molestia, incluso podremos amar las reglas, conmovernos no sólo por la fotografía de una persona que sufre y que muere sino también por los gráficos que nos muestran las curvas de la pandemia; no sólo saber sino también comprender que esas curvas son destinos humanos, cada uno de ellos único e irrepetible.
La poesía de las reglas puede conferirle dignidad a nuestro destino. “Me voy de aquí”, parece que dijo en su lecho de muerte Basilio Puoti, gran defensor del purismo de la lengua italiana, agregando: “también se puede decir me marcho de aquí”.
Este texto fue publicado originalmente en 'Il Corriere della Sera', el 19 de marzo de 2020.
Traducción:María Teresa Meneses
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