El tiempo transcurre en los balcones de toda Italia. Pasan los días junto con el conteo de los muertos. Más de 13 mil en cuatro semanas. Aquí ya no se canta, se ora. Desde el miércoles 18 de marzo, y desde que las crueles imágenes de cientos de cadáveres en decenas de camiones del ejército aparecieron en la televisión en toda Italia, nuestras voces se asfixiaron, las tapaderas y ollas fueron guardadas en las alacenas, e incluso los niños callaron.
En Bérgamo, nuevo centro del brote epidémico, ya no hay lugar ni para los ataúdes. Un profundo silencio se apoderó de nosotros en señal de duelo por todos esos cuerpos amontonados en los camiones, por las vidas truncadas de quienes no lograron salir de esto, por nuestros padres, nuestras madres y nuestros abuelos, a quienes no pudimos dar nuestro último adiós, por todos los socorristas, personal sanitario y fuerzas del orden, muertos heroicamente mientras combatían en primera línea.
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Son las seis de la tarde del viernes 27 de marzo cuando en la desierta Plaza de San Pedro inicia el largo ascenso del Papa Francisco hacia la iglesia. Solo, bajo la lluvia, el eco de sus pasos llega hasta nosotros, con el cansancio de cada escalón. En la cima lo espera un Cristo en la cruz, demacrado, sangrante y con un aspecto aún más doloroso a causa de las gotas de lluvia que descienden abundantemente de su cuerpo desnudo, y su cabeza llena de espinas parece que se hace cargo del peso de todo nuestro sufrimiento.
Este antiguo crucifijo de madera está ligado a mi ciudad por una larga historia: se remonta a la segunda mitad de 1300, fue salvado milagrosamente del incendio que devastó la iglesia en donde estaba custodiado; en 1522 logró detener el avance de la peste después de haber sido llevado en procesión por los callejones de Roma. Es a este crucifijo al que han recurrido todos los Papas en los siglos, y los fieles en señal de súplica durante los tiempos oscuros y en señal de agradecimiento durante las celebraciones oficiales.
Hoy fue transportado hasta aquí desde la iglesia de San Marcelo al Corso con el fin de que el Papa pueda dirigirle una plegaria, invocando el final de la pandemia en todo el mundo, la sanación, el consuelo para los enfermos y sus familiares. A lado de las puertas de la basílica, abiertas de par en par, se encuentra también María con Jesús en su regazo, la imagen votiva llamada Salus Populi Romani, del latín, “salvación del pueblo romano”, una antiquísima y sagrada imagen traída hasta aquí desde otra antigua iglesia romana, la de Santa María Maggiore.
Estamos todos frente a las pantallas para esta cita con la Historia, los balcones silenciosos y cerrados para escuchar al Papa que comienza su extraordinaria misa Urbi et Orbi, oficiada por primera vez en un día común en la hora más oscura para la humanidad. Un pasaje de la homilía del Papa me hace eco:
“Nos dimos cuenta de que nos encontramos en la misma barca, completamente frágiles y desorientados, pero al mismo tiempo importantes y necesarios, todos estamos llamados a remar juntos, necesitados de darnos consuelo unos a otros. En esta barca… estamos todos. Como esos discípulos que hablan todos al mismo tiempo y en la angustia dicen: 'Estamos perdidos', así también nosotros nos damos cuenta de que no podemos continuar cada uno por su cuenta, sino sólo juntos”.
“¿Por qué tienen miedo, no tienen fe?”. Las palabras de Jesús en el Evangelio de San Marcos, cuando responde al grito de ayuda de los discípulos y salva la barca que estaba por naufragar, resuenan aún en el éter cuando Francisco continúa:
“El Señor nos llama, y en medio de la tormenta, nos invita a despertar y a activar la solidaridad y la esperanza capaces de dar resistencia, apoyo y significado, en estas horas en las que todo parece naufragar”.
Y después de un largo silencio llegan los cantos: son los de la milenaria antífona mariana, cantos corales de plegaria a la Virgen María para que nos proteja. Las voces celestiales del coro litúrgico se elevan levantando todo nuestro dolor. Cuando el Papa expone al Santísimo Sacramento y da la indulgencia plenaria, se unen al sonido de las campanas el de las sirenas de las ambulancias que en la Plaza de San Pedro hacen un homenaje a las vidas de quienes nos han dejado. El rito está por concluir, las pantallas se apagan y los balcones se vuelven a abrir. Salimos todos y repentinamente regresan los cantos, los de la esperanza, voces que se unen para combatir la oscuridad.
Son los gestos de solidaridad los que hacen noticia en la televisión, los de países como Albania, China, Rusia, Cuba y muchos más; de ellos llegan médicos y asistencia sanitaria en nuestra ayuda.
Mientras la emergencia del covid-19 golpea duramente a nuestros amigos españoles y en Madrid cada cuarto de hora muere una persona, la pandemia se expande en toda Europa cobrando víctimas y haciendo cambiar de opinión incluso a gobiernos menos alarmistas. De Francia hasta Alemania, de Austria a Inglaterra nadie ya es inmune al miedo.
No nos queda más que quedarnos en casa. A cuatro semanas de que los negocios y las actividades han cerrado, por fin el 31 de marzo en las televisiones italianas se asoma la esperanza: el número de los contagiados bajó a la mitad con respecto a ayer, está en descenso desde hace varios días y la curva de los contagios comienza a aplanarse: esto significa que el pico se acerca y que nos estamos dirigiendo al descenso. El número de los muertos representa todavía un golpe al corazón: casi 900 en un solo día, sin embargo, las medidas de distanciamiento social en Italia están empezando a funcionar, y en esto las cifras hablan claro.
Mientras el gobierno se prepara para comunicarnos que tendremos que transcurrir Semana Santa en cuarentena, estadísticos y matemáticos compiten en las previsiones relacionadas con el fin de la emergencia. Mientras desespera la búsqueda espasmódica de una fecha, la del final de nuestra cuarentena, recorro los pronósticos en los periódicos y los consulto como si fueran oráculos. “¿Podré festejar mi cumpleaños el 14 de mayo ya en las calles con mi furgoneta como biblioteca itinerante y leyendo historias a los niños? ¿Estaremos ya afuera o tendré que soplar las velitas en el balcón?”. Una palabra salta más que todas: ir gradualmente. Ahora es claro que habrá turnos para el regreso y que no retomaremos nuestras vidas desde donde las dejamos. Protección, distanciamiento social y limitación de nuestras libertades se prolongarán por meses, incluso después de la cuarentena, cuando podamos circular de nuevo por la calle y regresemos a nuestros trabajos.
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El oráculo habla claro: podré festejar mi cumpleaños leyendo en las calles con la furgoneta, pero sin que la gente se pueda reunir para escuchar mis cuentos. ¿Cuándo volveremos a besarnos a la orilla del mar? ¿Seremos aún capaces de abrazarnos unos a otros al final de esta gran guerra? Ahora el enemigo más grande es el miedo. Mientras pienso con aprensión en el futuro, el sonido de las sirenas me trae de nuevo al presente. “Quédense en casa” siguen anunciando las fuerzas del orden desde los altavoces y muchos spots en la televisión nos explican las razones. Todavía no salimos de ésta. En los diferentes países europeos cada Estado hace frente a esta emergencia de manera distinta, aunque minimizar y dejar abiertas las actividades no parece ser una estrategia conveniente ni siquiera para la economía: mientras más se propague el virus más larga será la parálisis. Prevenir es mejor que curar, dice un sabio proverbio de estas tierras. Mientras más se contenga la emergencia más rápido se verá su fin.
¿Hasta cuándo se podrá ocultar el sol con un dedo? Me lo pregunto al escuchar las noticias que llegan de esos gobiernos que toman tiempo y prorrogan la hora de cerrar todo.
Con pocas pruebas en la población, en algunos países no son posibles previsiones sobre la difusión del virus y tampoco estrategias para combatirlo. Al limitar los estudios epidemiológicos se limita en realidad el hacerse responsable del problema. En la difícil tarea de tranquilizar a la población y la economía, los gobiernos aplazan decisiones y pierden días fundamentales para contener la epidemia. Pienso en mis amigos que viven en diferentes partes del mundo, pienso, rezo y les deseo lo mejor. Es necesario actuar rápido, no hay tiempo que perder. Es necesario quedarse en casa.
¿Hasta cuándo se puede posponer el cierre por emergencia y con éste evitar una masacre?
Es aquí en Italia, donde el encierro ha sido precoz y prolongado, que la tragedia se está conteniendo. ¿Qué precio pagarán los trabajadores y las familias? Vamos por el camino correcto, siguen diciéndonos mientras encerrados en casa contamos los días sin trabajo. Apretamos los dientes haciendo el conteo de los muertos y soñando nuevos oráculos.
Mientras tanto, entre lo sagrado y lo profano, aquí en Italia el sentido de pertenencia es el que se abre camino, junto con la resiliencia de un pueblo con una historia milenaria que hace del arte su propio orgullo. Museos, cines, salas de conciertos y teatros se abren en un florecer de imágenes, videos e iniciativas digitales que llegan a nuestras casas, llenando nuestros días de belleza y recordándonos nuestra verdadera e invaluable riqueza aún intacta.
Se mueven también las grandes marcas del Made in Italy en una competencia de solidaridad sin precedentes: Armani transforma todas sus fábricas de moda en lugares para la producción de batas desechables destinadas a los médicos, la marca Ferrari produce ahora respiradores, Gucci produce cubrebocas, la marca Búlgari gel desinfectante, y les siguen muchas otras marcas nacionales que llegan para apoyar a los hospitales italianos.
La fuerza creativa completamente italiana no se da por vencida, se reinventa; la cultura milenaria florece desde nuestras plazas vacías, cuadros y esculturas no dejan de hablarnos, y esos puentes romanos sobre el Río Tíber, esos puentes que escaparon a terremotos e inundaciones, esos puentes testigos de la Historia permanecen erguidos y de pie como centinelas que hacen guardia a nuestro futuro, de la misma manera que el crucifijo milagroso.
Son las 4 de la mañana del 31 de marzo. Miro al techo y me volteo de un lado para otro en la cama sin poder conciliar el sueño. Las únicas voces que me dan vuelta en la cabeza son las de la desesperación de quien asaltaba ayer los supermercados en Sicilia, gente común forzada al hambre por la falta de trabajo debido al cierre de las actividades. ¿Serán suficientes los subsidios prometidos por el Presidente del Consejo, Giuseppe Conte, para hacer frente a esta crisis social que en el sur está convirtiéndose en emergencia de la emergencia? ¿Cómo volver a empezar? ¿En qué nos habremos convertido después de todo esto? ¿Planes de reactivación, apoyos económicos y maniobras económicas podrán hacer que se vuelva nula la curva de lo desconocido que recae sobre nuestros destinos?
Me levanto y tomo chocolate amargo, salgo al balcón, dirijo mi plegaria al cielo mientras la Luna vuelve de color plateado los primeros brotes en los árboles y las alondras comienzan a cantar. Luego regreso a la cama, abrazo a mi marido y me quedo dormida pensando en las palabras de una vieja película:
“Come, reza, ama”…
Valentina Rizzi es editora y escritora. Entre sus obras se encuentra el álbum ilustrado Nariz roja y L’insolito destino di Gaia la libraia
Traducción de Verónica Nájera Martínez
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