Cosa de dioses

Bichos y parientes

La noción de justicia sigue siendo una idea del ámbito sagrado: un misterio.

La relación entre justicia y ley es imaginaria: en nuestras manos no está la justicia sino el bien común. (Foto. Word Press)
Julio Hubard
Ciudad de México /

La ley y la justicia están relacionadas, pero no de modo simple ni evidente, como las ideas de movimiento y aceleración: la aceleración es algo que solo puede suceder en movimiento.

No hemos podido hallar una definición de justicia, pero todos creemos saber en qué consiste: “no es justo”, dice el niño cuando se le rompe su juguete. Pareciera idea innata porque existe en toda mente humana sin que nadie la hubiera enseñado ni aprendido, como si fuera parte integrante de la estructura de la lengua.

Platón fracasa repetidamente en sus intentos de definirla y termina construyendo una utopía tiránica, dictatorial, rígida: la República. Para los griegos, la justicia era una diosa, Dike, y los dioses no requieren ser comprendidos sino venerados. Para nosotros se complica porque la palabra misma viene de un universo distinto del de los griegos: del latín iustitia, derivado de ius, vinculado con Iovis (Júpiter), y con el verbo iurare, “jurar”. Una filología berrenda, entre divina y humana.

La tradición latina recibe una figura que no supo interpretar: la ley ciega. Las deidades primordiales, como las mareas, los vientos y todo lo que mueve al mundo, carecían por completo de albedrío y de leyes. Dike es ciega, no por un voluntario acto de prudencia o equidad, sino porque no puede ver: solo actúa. En algún momento, quizá con la invención, quizá simultánea, de la escritura y la Ley, las deidades originales se transformaron en dioses con albedrío y voluntad, en humanoides súper poderosos y mágicos. Después se perdió la simbología y la ceguera de Iustitia se atribuyó a virtudes imaginarias.

Todavía Heráclito vive a caballo entre la justicia ciega y el mundo de la ley: “El sol no excederá sus medidas; si lo hiciera, las Erinnias, ministras de la justicia (Dike), sabrían encontrarle” (B94). Poco después, el concepto había cambiado.

La única trilogía completa del teatro griego, la Orestiada de Esquilo, representa la transición del viejo modelo de justicia divina, sin juicio, a la justicia como actividad humana. Las Erinnias persiguen a Orestes y le consumen la vigilia y el sueño; lo cazan y acosan porque derramó la sangre de su madre. A ninguna de las deidades antiguas le conmueve ni interesa que Orestes hubiera actuado bajo la orden directa de Apolo, un dios muy joven, dotado ya de albedrío, sabiduría, talentos, decisiones.

La disputa entre dioses viejos y nuevos constituye el centro de las Euménides, la última parte de la trilogía. Atenea convoca a ambos bandos; los antiguos se rehúsan a soltar a su reo; los nuevos aducen que es inocente porque actuó obedeciendo a Apolo. Al final, el juicio termina empatado y Atenea ejerce su voto de desempate. Orestes queda absuelto y la humanidad inicia la historia de la justicia según el juicio y las deliberaciones: la era de las leyes.

Es un universo nuevo, comprensible, pero siempre rezagado, lento y tentativo. Al separar a los humanos de las fuerzas ciegas de la naturaleza, quedamos para siempre detrás de un vidrio: a veces podemos atisbar a la Justicia y remedarla, pero no responde a los argumentos ni a invocaciones. Tocarla, solo los dioses. Incluso Pablo de Tarso sabía que la ley mata y que de la ley no se sigue la justicia, pero que, sea lo que sea, la justicia solo existe como una gracia de Dios, jamás como una consecuencia de ningún orden lógico ni voluntad de persona alguna. La justicia es solamente divina y lo único que podemos hacer los mortales es pactar leyes y obedecerlas. La relación entre justicia y ley es imaginaria: en nuestras manos no está la justicia sino el bien común.

La noción de justicia sigue siendo, en su centro, una idea del ámbito sagrado: mysterium. Los misterios no son acertijos que algún día pudieran resolverse; son de suyo inextricables y su oscuridad pone a cada consciencia frente al enigma entre el juicio y el acto.

Pareciera que sigo hablando de religiones antiguas cuando de hecho me refiero al pleito entre los dos grandes juristas del siglo XX: Carl Schmitt, asesor de Hitler y de Franco, defensor de un derecho teológico que valida al soberano dictador, y del autor de la Teoría pura del derecho, Hans Kelsen, que, pese a su arduo andamiaje lógico, se ve obligado a remitirse a una “norma hipotética básica”, que no puede siquiera enunciar.

Lo único que tenemos es una apuesta legisladora, constante, reparable y tentativa: la justicia es cosa de los dioses. Y sólo un loco puede estar seguro de que sabe qué es la justicia.

​LVC | ÁSS


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