La batalla militar que pudo evitar que Dante Alighieri escribiera la 'Comedia'

Literatura

El siguiente es un adelanto de 'Dante', un ensayo de Alessandro Barbero que nos sumerge en la vida del poeta italiano a la luz de la cultura de su tiempo.

Escultura de Dante, en Italia. (Marco Carlotti | Pexels)
Laberinto
Ciudad de México /

El día de San Bernabé

El sábado 11 de junio de 1289, día de San Bernabé, el ejército florentino que marchaba por el valle del Casentino para invadir Arezzo llegó al punto donde se divisaba el castillo de Poppi, que se alzaba sobre un peñasco en un meandro del río Arno. Nueve días antes el ejército había salido de Florencia, al compás de las campanas; había acampado a las afueras de la ciudad para esperar la llegada de los aliados que enviaba el resto de ciudades güelfas. Luego había retomado la marcha y por fin estaba allí, a medio camino entre Florencia y Arezzo, tras haber recorrido cincuenta kilómetros de estrechos senderos de montaña, al paso lento de los carros de víveres arrastrados por bueyes. Frente a Poppi, el valle se alarga y forma una llanura, en aquel entonces llamada Campaldino; era el primer lugar adecuado que los invasores encontraban en aquel paisaje montañoso para que se desplegara y maniobrara la caballería. Y allí, puntualmente, formado al lado de un convento de franciscanos llamado Certomondo, bloqueando la vaguada, los esperaba el enemigo.

El ejército florentino no tenía un comandante, sino una dirección conjunta, porque los comuni temían la excesiva concentración de poder. En la cúpula se encontraban los doce «capitanes de la guerra», elegidos entre los caballeros más expertos en aquel género de asuntos, dos por cada uno de los sesti, es decir, de los seis barrios en los que estaba dividida Florencia. Sin embargo, las decisiones se tomaban tras largas deliberaciones en las que participaban también los jefes de los contingentes enviados por las ciudades aliadas, además de aquellos barones del condado que habían elegido tomar partido por los florentinos y cuya experiencia respetaban todos, como Maghinardo da Susinana, «buen capitán y ducho en la guerra». Cuando divisaron al enemigo y estuvo claro que no era posible avanzar sin iniciar la batalla, los capitanes detuvieron la columna y organizaron una línea de defensa, a la espera de reunirse para decidir cómo actuar.

En aquella época la fuerza de choque de un ejército estaba formada por la caballería, armada con lanza, espada y armadura; el ejército de los florentinos y de sus aliados güelfos contaba con mil trescientos caballeros, según Dino Compagni —quien en aquellos meses era uno de los seis priores que gobernaban Florencia y tenía que saberlo—, o con mil seiscientos, según Giovanni Villani—quien, pese a ser un niño por entonces, posteriormente pudo recopilar información y testimonios—. En cualquier caso, los caballeros eran muchos: con dos mil, en la Edad Media, se conquistaba un reino. Entre ellos, los florentinos eran seiscientos, todos «ciudadanos con cavallate», es decir, ciudadanos pudientes con la obligación de poner a disposición de la causa un caballo de guerra: «los mejor armados y montados» que salieron de Florencia, según Villani. Pero no todos eran jóvenes ni estaban convencidos, y los capitanes eligieron a una cuarta parte de los hombres, ciento cincuenta en total, que alinearon delante de los demás: habrían sido los primeros en cargar si se hubiera optado por el ataque, y los primeros en sufrir el choque si quien atacaba era el enemigo.

De la crónica de Villani se intuye que la elección de estos feditori (es decir, los que tenían la tarea de cargar primero contra el enemigo: éste es el significado originario de fedire, forma antigua de ferire, ‘herir’) provocó cierta tensión: todos entendían que era la posición más peligrosa. Por suerte había tiempo, las batallas medievales empezaban sólo cuando todos se habían formado con tranquilidad, porque a nadie le gustaba enfrentarse a una prueba tan importante sin haberse preparado bien, sin haberse aconsejado mutuamente y sin rezarle a Dios para pedirle la victoria. Como los voluntarios escaseaban, por cada barrio se le encargó a un capitán que designara a los feditori. Micer Vieri de’ Cerchi, capitán del sesto de Porta San Piero, sorprendió a todos al designarse a sí mismo, junto con su hijo y sus sobrinos: «Por su buen ejemplo, y por vergüenza, muchos otros ciudadanos nobles se ofrecieron voluntarios para alistarse como feditori».

La caballería («la fila gruesa») se posicionó en segunda línea. En la tercera se colocaron los carros con los víveres, «todos los pertrechos reunidos para contener la fila gruesa», es decir, para actuar como barrera e impedir la huida de los propios caballeros. El resto del ejército estaba formado por los ciudadanos de condición más modesta, organizados por poblados, que combatían como soldados de a pie, armados con lanza, o como tiradores, armados con arco y ballesta. Individualmente valían poco (un caballero podía derrotar muy fácilmente a una docena), pero en millares, si conseguían permanecer juntos y no huir, podían cumplir su cometido, al menos en la defensa. Según Villani, eran alrededor de diez mil y entre ellos había unos especialistas que llevaban escudos de madera muy voluminosos: los paveses. Plantados en el suelo, formaban un muro para que el grueso de la infantería pudiera resguardarse. Los capitanes desplegaron soldados de infantería y ballesteros en las alas para proteger los flancos de la caballería y ordenaron a los empavesados que colocaran al frente sus escudos blancos con un lirio rojo: la insignia del gobierno güelfo de Florencia.

En la parte opuesta, entre los jefes del ejército enemigo que habían visto aparecer la columna en la llanura y después detenerse, se encontraba el obispo de Arezzo, Gugliemino degli Ubertini. Según Dino Compagni, «conocía mejor los oficios de la guerra que los de la iglesia», pero era miope y no reconocía aquella muralla blanca que bloqueaba la llanura: «Entonces el obispo, de vista corta, preguntó: “¿Qué son aquellos muros?”. Y le contestaron: “Los empavesados de los enemigos”».

Una vez fortalecida la posición, capitanes y consejeros se reunieron para decidir qué hacer. ¿Atacamos nosotros o esperamos a que lo hagan ellos? Decidieron esperar. Tras los hechos, se dijo que había sido una decisión bien ponderada: ganaría quien aguantara más. Mientras tanto, los hombres esperaban bajo el sol. Los soldados de infantería, por sus armas más ligeras, podían sentarse y beber vino de la jarra que llevaban en el cinto. Los caballeros podían apearse, pero, como no era prudente alejarse de los caballos, seguramente la mayoría se quedaba en las sillas. Aún no llevaban las armaduras articuladas en plancha de acero (los herreros europeos empezarían a fabricarlas en el siglo siguiente), pero no era posible quitarse la cota de malla de hierro, con sus quince o veinte kilos de peso, hasta el final de la batalla. Solamente el yelmo, grande y caluroso, podía ser confiado hasta el último momento a un sirviente, junto con la lanza y el escudo (y un caballo de reserva, en el caso de los más ricos). 

Entre estos caballeros, y concretamente entre los feditori desplegados en primera línea, se encontraba Dante. El dato se menciona en todos los manuales de literatura, pero ¿cómo lo sabemos? El humanista Leonardo Bruni escribió en 1436, ya mayor, una Vida de Dante. El recuerdo de Campaldino aún estaba vivo, aquella jornada había contribuido de manera decisiva a la hegemonía de Florencia en la Toscana y, para Bruni, la participación de Dante era más que un simple dato biográfico. De hecho, lo menciona con insistencia y cierta incomodidad velada: Bruni era de Arezzo y la derrota seguía doliéndole, pero sabía que aquella página había sido importantísima para la historia de Dante. Le reprocha a su predecesor, Boccaccio (autor de una de las primeras biografías dantescas), que no mencionara la batalla y se dedicara a relatar los amores de Dante. Aunque de Boccaccio, añade Bruni con malicia, no cabía esperar otra cosa, porque el amor era el tema que más le interesaba: «Es cierto que allá va la lengua, donde duele la muela, y siempre habla de vinos quien gusta de la bebida».

"Dante estaba muy interesado y personalmente involucrado en la caballería, entendida como actividad militar y deportiva de elite"

Bruni utiliza la participación en la batalla para mostrar que Dante, a pesar de la enorme dedicación a los estudios, no vivía ajeno al mundo exterior, sino que era un joven como los demás (y ser joven también significaba ir a la guerra cuando la patria lo requería). «Acudía a todo ejercicio juvenil; en aquella batalla memorable y grandísima que ocurrió en Campaldino, él, joven y bien considerado, estuvo combatiendo vigorosamente a caballo, en primera línea». Muy probablemente micer Vieri de’ Cerchi, futuro jefe de la Parte Bianca (la facción de los güelfos blancos) y vecino de los Alighieri en el sesto de Porta San Piero, lo eligió como integrante de los feditori. ¿Cómo lo sabía Bruni? Lo había leído, escribe, en una carta del propio Dante: «En una de sus epístolas, Dante narra esta batalla y dice haber combatido allí y dibuja la forma de la batalla». ¿Se refiere esta última anotación a un croquis? Algunos la interpretan en este sentido, porque Bruni, en otro momento, asegura que Dante «dibujaba extraordinariamente» y el mismo Dante, en Vida nueva (XXIV, I), escribe que, tras la muerte de Beatrice, «recordándola, dibujaba ángeles sobre unas tablillas». Pero es más probable que se trate de una descripción de la batalla. Aunque hoy no dispongamos de la epístola, podemos confiar en Bruni: tuvo acceso a varias cartas autógrafas de Dante y describe su caligrafía («su letra era delgada, alargada y muy correcta, como pude ver en algunas epístolas escritas a mano por él»).

Los dantistas, sin saber cómo se combatía en una batalla medieval, imaginaron que los feditori eran una suerte de caballería ligera encargada de abrir el combate con duelos, pero esta fantasía dista de la realidad. Antes de empezar, los comandantes asignaban tareas específicas a determinados contingentes de caballeros, designados en el momento. En Campaldino lo hicieron con los 150 feditori enviados a primera línea y con 200 caballeros encargados de actuar como reservas, bajo el mando de Corso Donati. Las distintas tareas no implicaban armamento específico o especialización de ningún tipo: todos los caballeros estaban armados de la misma forma. Las normas que regulaban las obligaciones militares de los ciudadanos establecían detalladamente el equipamiento —el mismo para todos— que los caballeros debían proporcionar para no incurrir en ninguna infracción (sólo se admitía cierta diferencia de calidad y de precio con respecto al valor del caballo).

Por esa razón no parece asumible la hipótesis recientemente planteada de que Bruni debió de inventar que Dante había luchado «en la primera fila», ya que el poeta no habría dispuesto de medios suficientes para las armas ni los caballos adecuados a aquella posición de prestigio. Dante estaba muy interesado y personalmente involucrado en la caballería, entendida como actividad militar y deportiva de elite. En sus obras abundan las imágenes relativas a ese ámbito: cuando explica que todos los artesanos de un oficio tienen que recibir instrucciones del cliente, insiste en que «al caballero deben creerle el espadero, el frenero, el sillero, el escudero y todos los oficios que son auxiliares del arte de la caballería» (Convivio, IV, iv, 6). Apenas hay duda de que Dante poseía caballos de calidad si pensamos en el fragmento del Convivio en que repasa la transformación de los deseos humanos, de la infancia a la adolescencia, en unos términos que reflejan la experiencia de su generación y ambiente social, sean o no estrictamente autobiográficos: «Vemos que lo que más quieren los niños es una fruta; después, con más edad, quieren un pájaro; después, más adelante, un buen vestido; después, un caballo; después, una mujer» (Convivio, IV, xii, 16). Además, en una carta desde el exilio, Dante lamentará estar equis armisque vacantem, sin caballos y sin armas, por la pobreza imprevista en la que ha caído. En Campaldino se encontraba entre los seiscientos a los que Villani define como «los mejor armados y montados», bajo las insignias amarillas del sesto de Porta San Piero, donde, según el cronista, se reclutó a «la mejor caballería y hombres de armas de la ciudad». 

Esta edición florentina de la 'Comedia' fue impresa en 1481 por Nicolaus Laurentii. | EFE

La batalla furibunda*

En uno de los párrafos siguientes, Bruni alude nuevamente a una carta de Dante que confirmaría su participación en la batalla (no queda claro si se trata de la misma que ya había mencionado o de otra). Como relata el biógrafo, habla «en una epístola» del bimestre en que fue prior y, para demostrar que no era demasiado joven para el cargo, subraya que ya habían pasado diez años desde la batalla de Campaldino. Tampoco disponemos de esta carta, pero Bruni reproduce las líneas más significativas (mejor dicho: las traduce, porque el texto original estaba probablemente en latín, como todas las demás epístolas de Dante que todavía se conservan) y glosa diciendo que «éstas son sus palabras»: 

«Ya habían pasado diez años desde la batalla de Campaldino, donde la parte gibelina fue completamente derrotada; donde estuve, sin ser inexperto en las armas; donde sentí mucho miedo y, al final, alegría grandísima por los episodios de aquella batalla».

Dante combatió realmente en Campaldino. Y si todavía hubiera dudas, la Comedia contribuye a disiparlas en el canto XXII (1-6) del «Infierno»:


               Vi caballeros levantar el campo,

               dar inicio al asalto, desfilar

               y alguna vez huir para salvarse;

               vi en vuestra tierra, oh, aretinos, muchas

               avanzadillas y otras correrías,

               algazaras, torneos, lides, justas.


Bruni añade que Dante corrió «un gravísimo peligro» y, aunque no lo mencione explícitamente, da a entender que al principio también él huyó, como todos los demás. Los capitanes habían decidido esperar el asalto enemigo, por tanto la línea de los feditori, expuesta para contener el choque, fue embestida de pleno por la carga contraria, sin posibilidad de contrataque. Recibir al enemigo que carga al galope no es cosa fácil, y además los aretinos apostaron casi todo al primer asalto enviando a trescientos feditori. «La fila de los florentinos reculó», anota Compagni escuetamente. Villani es más preciso: «El choque fue tan fuerte que la mayoría de los feditori florentinos cayeron de sus caballos». Era raro que, en el impacto, algún caballero muriera o fuera herido al primer asalto. Pero quien recibía la lanza del enemigo, que lo embestía al galope, podía caerse de la silla: es lo que experimentó la mayoría de aquellos caballeros, obligados a recibir el impacto sin moverse. ¿Le pasó también a Dante? Es estadísticamente probable y así podría entenderse el «gravísimo peligro» mencionado por Bruni y el miedo confesado por el propio Dante.

Villani asegura que, una vez eliminados los feditori, también el grueso de la caballería florentina fue empujado hacia atrás: «Las filas gruesas recularon hacia el campo, pero no se rompieron y siguieron aguantando, firmes y fuertes, al enemigo». Bruni, que había leído la epístola de Dante, es menos benévolo y repite varias veces que la caballería florentina fue empujada y dispersada: «Disgregados y rotos, tuvieron que huir hacia las filas de infantería». Finalmente la carga gibelina se detuvo, el muro de los empavesados absorbió parte del impacto en los flancos, la caballería güelfa alcanzó los carros de víveres, recuperó aliento y la batalla se convirtió en una mezcla confusa. Lentamente los florentinos tomaron la delantera. No podía acabar de otra manera: el enemigo se había alejado de sus soldados de infantería y de sus ballesteros, mientras que todos los tiradores florentinos estaban listos para la acción. Corso Donati, al mando de los doscientos caballeros que los jefes habían retenido como reserva, cargó sin esperar la orden y embistió el flanco enemigo. Sobre todo, como subraya Villani, los caballeros güelfos doblaban en número a los del enemigo. 

La batalla fue furibunda. Dino Compagni la plasmó en una descripción memorable: 

Llovían dardos: los aretinos eran pocos y sufrían heridas en el flanco, que estaba descubierto. El aire estaba cubierto de nubes, se levantaba muchísimo polvo. Los soldados de infantería de los aretinos se ponían de cuclillas bajo los vientres de los caballos con los cuchillos en mano y los destripaban. Sus feditori corrían, y en las filas centrales murieron muchos de ambos bandos. Aquel día muchos que tenían fama de valientes actuaron como viles, y muchos de los que jamás se había hablado obtuvieron reconocimiento.

Ocurrió lo inevitable: «Los aretinos fueron derrotados, no por vileza o por poca valentía, sino por la superioridad de los enemigos. Se vieron obligados a huir: los mercenarios florentinos, que estaban acostumbrados a las derrotas, los mataban. Los villanos no tenían piedad». 


La investidura de los noveles*

Imaginar a Dante montando el caballo y calándose el yelmo antes de coger la lanza y alinearse con los demás caballeros en la primera línea, en el momento angustioso en que cobraba conciencia de que el enemigo estaba avanzando y el impacto se produciría en unos minutos, nos confirma que pertenecía a la capa superior de la sociedad ciudadana, pero no que fuera noble. Sobre este interrogante, que a menudo confunde a los dantistas, también es preciso ponerse de acuerdo. En Florencia no existía una clase noble en términos jurídicos como ocurrirá en el Antiguo Régimen. No había registros de familias nobles o autorizadas a usar un escudo, ni procedimientos para demostrar que una familia era noble, ni actas oficiales de ennoblecimiento, todos ellos elementos que en los siglos siguientes volverían menos compleja la delimitación de los estamentos. Pero incluso entonces, los ricos querían que se supiera que no eran parvenu (‘advenedizos’), sino que procedían de antepasados ilustres, de una gens (‘estirpe’) y por tanto eran gentile, palabra que en vulgar era mucho más usada que nobile (‘noble’). No se trataba de los herederos de una clase noble «feudal», procedente de siglos anteriores, sino de familias ciudadanas que tendían a ostentar privilegios nobiliarios a medida que, con cada generación, podían hacer alarde de una mayor antigüedad. El «omo altèr» (‘el hombre altivo’) que en una famosa canción de Guinizelli se vanagloria por ser de sangre noble («Gentil per sclatta torno», ‘soy noble por estirpe’) no procedía de otros tiempos, sino que era un producto del poderoso crecimiento económico de los comuni italianos. Pero no todos los que eran caballeros de ajuar y se hacían llamar micer eran nobles en este sentido, descendientes de familias que quizá habían proporcionado cónsules a la comunidad ya en los tiempos de Barbarroja: entre ellos, también había gente que se había enriquecido recientemente, como el micer Vieri de’ Cerchi que ya hemos mencionado, el banquero más rico de Florencia, aunque todos recordaban que sus padres procedían del campo. Razón de más para que hubiera muchísima gente nueva entre los ciudadanos sujetos a la obligación de cavallate. ¿Qué nos revela sobre la condición social de Dante que lo eligieran como uno de los ciento cincuenta «feditori entre los mejores del ejército»? Que tenía buenas armas y un buen caballo, pues era bastante rico, además de joven, fuerte y entrenado militarmente. Pero seguimos sin saber si su familia era gentile, y en consecuencia rica y poderosa desde hacía generaciones, o si se había enriquecido hacía poco. 

En este sentido, hay un detalle que no debemos olvidar. Entre los preparativos de la batalla se celebró también la investidura, por parte de los capitanes, de un cierto número de jóvenes que se armaron caballeros en Campaldino. Era un recurso honrado para posponer los gastos tradicionalmente relacionados con la investidura y, sobre todo, para otorgar mayor agresividad al ejército ciudadano. Se asumía que estos «caballeros noveles» harían todo lo posible para no quedar mal. Lo sabía bien Dante cuando observa que quien es armado caballero no soporta que el día del enfrentamiento pase sin pena ni gloria. Compagni establece un nexo automático entre este procedimiento y la tenacidad de la lucha: «La batalla fue muy áspera y dura: en un bando y en el otro se había investido a caballeros noveles». Villani sabe que, de los ciento cincuenta feditori florentinos, se invistió a veinte «caballeros noveles». Podemos dar por descontado que pertenecían a las familias más importantes, las que ya contaban con caballeros en sus filas, y que a la vuelta no tendrían dificultades para sustentar económicamente el nuevo rango. Sin embargo, Dante no se encontraba entre los elegidos. Si hubiera sido investido caballero aquella mañana, su destino habría cambiado, y tal vez no dispondríamos de la Comedia.

*Títulos de la redacciónTexto publicado por cortesía de Acantilado

G.O.​

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