Hallo en Netflix una película reciente sobre David Attenborough (A Life on Our Planet), uno de esos amigos que uno tiene sin que ellos sepan. Y es que me ha mostrado y guiado por un mundo entero. Basta oír su voz, inconfundible, para ponerse uno alerta y de buen humor. Llevan su eponimia una libélula, un fósil, una araña australiana, un marsupial y varias otras especies. Él fue el primero en presentar en televisión un pangolín, aldeas en el centro de Nueva Guinea, dragones de Comodo, las danzas del ave del Paraíso, una Bitis gabónica, ballenas, delfines… y también la desolación de los orangutanes y los gorilas, el emblanquecimiento y muerte de los corales, el deterioro de las selvas tropicales o el deshielo polar. Testigo y narrador de milagros y envilecimientos, crítico severísimo del dispendio ecocida y apologeta del mundo natural sin ingenuidades ni cursilerías, no se asume ni víctima, ni mesías de nada. Es el primer gran documentalista y el último gran naturalista. Y esto tiene su chiste.
Cuando aceptó el cargo de dirección de la BBC2 decidió apostar por algo entonces no sólo nuevo sino riesgosísimo: destinar gran parte del presupuesto a un par de proyectos culturales de gran escala: Civilización, con Kenneth Clarke y El ascenso del hombre, de Jacob Bronowski. Ambas series mostraron que la televisión era también un formidable recurso cultural.
Netflix quiso un homenaje, pero Attenborough dejó un testimonio. Tiene 94 años y lo hemos visto ir del entusiasmo juvenil hasta la tristeza y alarma de un viejo sabio. Cuando inició sus exploraciones, en 1937, la población mundial era menor a 2.3 mil millones de humanos; el carbón en la atmósfera eran 280 partículas por millón y el 66 por ciento de la superficie terrestre era agreste. En 2020, la población superó los 7.8 mil millones de habitantes, hay 415 partículas por millón y queda solamente el 35 por ciento de la superficie sin hoyar. Durante toda la historia hemos pensado que la cultura tendría que venir de la domesticación de lo agreste. “La naturaleza está llena de fuerzas que odian al hombre”, dijo Hesíodo. Hoy, el peso total de todos los mamíferos se distribuye así: más de un tercio, humanos; 60 por ciento para las especies domesticadas que nos sirven de alimento… el resto, un pobre 4 por ciento, para todas las demás especies, desde la ballena azul hasta las musarañas.
Atenborough dice que la recuperación de la Tierra no es asunto de inteligencia, sino de sabiduría, y pone ejemplos: la producción agrícola de los Países Bajos que, pese a ser espacios muy pequeños, son los segundos mayores exportadores del mundo; la isla de Palau y sus zonas de pesca, o la exitosa recuperación de selvas en Costa Rica… No es un amargado: aún quedan opciones para devolver la calidad salvaje a la naturaleza.
Tenía que ser británico. Ya Tácito consideraba a los habitantes de esas islas como bárbaros y provincianos. Y ellos mismos asumieron que ésa era su tara. Edmund Burke supo que su civilización no consistía en despojarse de su barbarie sino en darse cuenta de que somos bárbaros y la civilización consiste en el esfuerzo constante de mantener a raya nuestra ración salvaje. Y lo retrata Bernard Shaw cuando un romano describe a un británico: “es un bárbaro: cree que los usos y costumbres de su isla y de su tribu son leyes de la naturaleza”. Para los europeos continentales, la cultura borra lo salvaje; para los isleños, cultura y barbarie conviven siempre. Basta comparar los jardines franceses, gobernados por la geometría, con los ingleses, infusos, incultos y mejores.
El imperialismo creyó en una secuencia equivocada de la civilización. A los exploradores seguían los colonizadores, mercaderes y una idea de imperio que pareció no sólo útil sino moralmente valiosa: redimir a los salvajes de su postración, sacarlos de la barbarie, civilizándolos para que asciendan a un mejor estado social, educativo y que recorran el camino que nos hizo, a nosotros los británicos, superiores. Esa idea halla su cierre y crítica en David Attenborough: lo que hicimos como imperio, desandarlo. La civilización, el ascenso de lo humano han de convivir con la barbarie y lo silvestre. Y, sin saberlo, propone la añeja tradición británica como solución: dejemos de domesticar y aprendamos que nuestra civilización no resulta de desaparecer lo silvestre sino de entender que la cultura sólo sobrevive si colinda con lo salvaje. Netflix termina el testimonio de David Attenborough con la pregunta: “¿Quién más debiera verlo?”
AQ