Derek Barton: conocer sin ver

Mis días con los Nobel

Las aportaciones del Nobel de Química 1969 (compartido con el noruego Odd Hassel), pueden considerarse luces que abrieron atajos en una disciplina necesitada de formas nítidas para no perderse en la realidad molecular.

Derek Barton, Premio Nobel de Química de 1969. (Chemostry World)
Carlos Chimal
Ciudad de México /

Sir Derek Barton llamaba intuición a la capacidad de conectar interrogantes que no parecen tener pies ni cabeza. Inventó el análisis conformacional, una herramienta que es como el ojo de la clorofila para los químicos hoy en día, un instrumento indispensable, al igual que el solitario átomo de magnesio en el centro de la molécula, sin el cual la fotosíntesis hubiera sido ciega. Los químicos cuentan ahora con “el ojo de Barton” para comprender mejor el arreglo en el espacio que adoptan las diversas moléculas químicas. Intuición, conocer sin ver. Podemos afirmar que los nuevos alquimistas han tocado el corazón de Proteo.

Lo conocí gracias al notable químico del Cinvestav y miembro de El Colegio Nacional, Eusebio Juaristi. De paso por Londres lo busqué de nuevo. Sir Derek me citó en el Imperial College, “una institución no apta para personas susceptibles”, me aclaró. Caminamos por los jardines conversando sobre el papel que desempeña la química en la frontera de los procesos físicos con la evolución de la vida.

Sus aportaciones pueden considerarse luces que abrieron atajos en una disciplina necesitada de formas nítidas para no perderse en la zona trémula de la realidad molecular. Comprender las consecuencias químicas de que las moléculas sean tridimensionales, cosa que logró en la segunda mitad de la década de 1940, revolucionando así la estereoquímica en particular y la química orgánica en general, le valió obtener el Nobel décadas después, en 1969.

Le platiqué la historia del escritor mexicano, Juan Rulfo, quien se ganó la inmortalidad con dos libros breves. Y es que el artículo que atrajo la atención del jurado del Nobel, escrito en la primavera de 1950, tiene apenas cuatro páginas. “¡Porque me vi obligado a teclearlo yo mismo!”, replicó. Siempre que pude charlar con él no dejó de ejercitar el humor, esa manera humana de abreviar el tedio y el terror.

En dicho artículo mostró que a los esteroides y, de hecho, a las moléculas orgánicas en general, es posible asignarles una conformación preferente con base en los resultados obtenidos por químicos avezados en física. Las propiedades de estas moléculas se pueden interpretar en función de semejante conformación. Como me lo explicó él mismo, en las moléculas que contienen anillos fijados (tal es el caso de los esteroides) existe una relación entre su configuración y su conformación, de manera que las configuraciones pueden predecirse cuando analizamos las conformaciones posibles. Así surgió el análisis conformacional. Sir Derek encontró la geometría de muchos otros productos naturales con este método, el cual también resultó útil para examinar los mecanismos de reacción y entender mejor los diversos procesos enzimáticos.

A la pregunta de qué significaba para él ser original, me contestó: “En la química de hoy no existe el descubrimiento, sino la invención de moléculas”. En 1949 fue invitado por el ilustre investigador de Harvard, Louis Fieser, a fin de realizar una estancia en esa escuela. Ahí conoció al “jefe”, R.B. Woodward, también galardonado con el Nobel. “En cuanto lo vi, reconocí a un verdadero interlocutor”, recordó sir Derek, “a pesar de diferir tanto en nuestros intereses químicos como en la manera de abordarlos. Woodward tenía una mente extraordinaria; sabía resolver problemas, como nadie más, aplicando una lógica estricta. Yo prefería abordar los enigmas mediante intuición”.

Sir Derek fue un declarado francófilo. Uno de sus poetas favoritos era el aguerrido René Char. Tanto apreciaba ese país que se casó en segundas nupcias con su maestra de francés. Entonces se mudó a Gif-sur-Yvette, donde lo nombraron director del Instituto Químico de Substancias Naturales en 1978. Fueron sus años más felices y prolíficos, por lo que su nombre ha quedado asociado a varias reacciones: la fotólisis de nitrilos de Barton, la desaminación de Barton, la descarboxilación de Barton, la olefinación de Barton-Kellog, la desoxigenación de Barton-McCombine.

Cuando la vida empezaba a parecerse a una calle ya transitada, inventó un proceso para sintetizar aldosterona, una hormona que se emplea en el tratamiento de la enfermedad de Addison. Ocho años más tarde, en 1986, en vez de jubilarse, aceptó un puesto de investigador en College Station, de la Universidad de Texas A&M.

Durante la Segunda Guerra Mundial trabajó para el gobierno en un proyecto de investigación química. Le pregunté acerca de su propósito, ¿tal vez para la defensa de las tropas aliadas? “Ese asunto permanece clasificado después de todos estos años, ¿usted cree?”, dijo, esbozando una leve sonrisa. Prefirió hablar de una conferencia que había dictado años atrás en una de las célebres reuniones de Nobeles que se llevan a cabo en la isla bávara de Lindau.

Azuzado por los enredos ideológicos de un grupo de sociólogos, quienes lo habían invitado a manifestarse sobre la “crisis mundial” de los años de 1970, replicó refiriéndose a tres clases de crisis: las imaginarias, las provocadas (artificiales) y las reales. “Las dos primeras pertenecen al reino claroscuro del deseo y la ambición humanas. Respecto de la tercera, es factible hallar soluciones con una química inteligente, razones que conduzcan a una legislación adecuada y se aplique con rigor. Ahora bien, esto tiene un costo, todo lo tiene, pero ¿vale la pena? Creo que sí”. Sir Derek era un hombre inquieto. Por fortuna murió súbitamente de un ataque al corazón, en 1998, pues, me confesó alguna vez, no habría tolerado una enfermedad que lo condenara a permanecer inmóvil el resto de sus días.

AQ

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