Emilio Uranga: genio olvidado de la filosofía

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A cien años de su nacimiento, el filósofo existencialista y asesor de cuatro presidentes priistas sigue incendiando el debate sobre las identidades nacionales.

El filósofo y periodista mexicano Emilio Uranga González nació en Ciudad de México el 25 de agosto de 1921. (Ilustración: Boligán)
José Manuel Cuéllar Moreno
Ciudad de México /

Emilio Uranga González nació en Ciudad de México hace cien años, el 25 de agosto de 1921. Una pregunta obvia nos sale al paso: ¿quién fue Emilio Uranga y por qué vale la pena celebrar su natalicio? Se le recuerda sobre todo por su brillante e intrépido libro de 1952, Análisis del ser del mexicano, pero también por su trabajo como periodista y como asesor de cuatro presidentes: López Mateos, Díaz Ordaz, Echeverría, López Portillo. ¿Estamos ante un “genio maligno” del PRI? ¿Un personaje sórdido que realizaba para los príncipes trabajos de cañería profunda? La imagen es un poco caricaturesca. Uranga fue un genio “como los que se dan en Europa una vez cada siglo”, según reza el famoso augurio (¿o habrá sido maldición?) de su maestro José Gaos.

Nadie puso nunca en tela de juicio su inteligencia endemoniada y su apabullante capacidad para hilvanar y deshilvanar ideas. Detrás de los anteojos de gruesa montura, Uranga tenía una mirada de rayo láser. Un amago de sonrisa, un manoteo nervioso, una frase lapidaria de Uranga bastaban para echar por tierra el argumento de su interlocutor. Si algo lo caracterizaba era un afán implacable de desenmascarar, a lo Nietzsche. Uranga mojaba su pluma en veneno antes de escribir; zarandeaba las fibras sensibles, leía entre líneas y gritaba lo que otros se empeñaban en ocultar. Gaos, Arreola, Cosío Villegas, Fuentes y Paz fueron tan sólo algunos de sus blancos predilectos. Nunca fue dócil. Ni con sus coetáneos ni con el poder ni consigo mismo. Le gustaba decir que era un consejero mas no un aconsejado del presidente. ¿Cómo fue que esta joven promesa de la filosofía se quedó en agraz, cambiando el ámbito ascético y monacal de la academia por los reclamos y los tirones del periodismo? ¿Qué pudo haber sido —qué puede ser— su “análisis del ser del mexicano”?

De su infancia y de su adolescencia nos quedan algunas imágenes huidizas. Lo vemos salir del colegio La Salle y tomar la mano de su tío, un hombre serio y de bombín. Lo vemos caminar con paso desenfadado por la calle Belisario Domínguez y detenerse en una librería a gastar el poco dinero familiar en los folletines de Rocambole, Sherlock Holmes y Julio Verne. Hacia 1935 lo vemos con las narices hundidas en la biblioteca del nuevo mercado Abelardo L. Rodríguez, justo frente a su casa, y lo vemos, finalmente, a los 16 años, sentado en el salón de un personaje fascinante y misterioso: la Nena Serrano, pariente de ese general Serrano asesinado en Huitzilac. Esta dama elegante y etérea celebraba tertulias en su palacete de las calles Durango y Sonora. Palabrejas como “escepticismo”, “estoicismo” y “eclecticismo” revolotearon por primera vez en los oídos de Uranga.

En la prepa se ganó el apodo de Enemilio por su erudición y su estilo cáustico. Ricardo Garibay recordaba que “era imposible estar con Uranga un minuto en silencio. Él hablaba tres, cuatro, cinco horas y uno unos veinte minutos. La relación era oral y sin tregua”. Uranga acabó la prepa con un promedio de 8.81 y se inscribió en Medicina. Alternaba sus lecturas de Jean Léo Testut con sus lecturas de Ganivet, Unamuno, Ortega, Vasconcelos, Reyes, Joyce, Mann, Huxley. Iba del Café Colón a la nevería La Princesa y de allí a la Librería Robredo. La lechuza de la Revista de Occidente le devolvía la mirada detrás del escaparate.

Un lunes de 1943, a las 7:15 p.m., Uranga asistió a una conferencia de Alfonso Reyes en El Colegio Nacional. Reyes dio lectura a los primeros capítulos de El deslinde. Uranga, al verlo, sintió el llamado irresistible de la filosofía. Del Palacio de la Inquisición (es decir, de la Facultad de Medicina) caminó a la Ribera de San Cosme (la Facultad de Filosofía y Letras).

Uranga se dio conocer en 1947 como el enfant terrible que rompió con la ortodoxia heideggeriana de José Gaos y como el principal introductor del existencialismo francés (Jean-Paul Sartre, Maurice Merleau-Ponty). Uranga se erigió en la cabeza más brillante y visible del Grupo Hiperión (conformado por Jorge Portilla, Luis Villoro, Ricardo Guerra, Salvador Reyes Nevares, Fausto Vega). Una vez aliviada la potestad de Gaos-Heidegger, los hiperiones tomaron la batuta de la “filosofía de lo mexicano”. ¿Cómo definir al nuevo ser humano surgido de la Revolución? Esta pregunta de calado metafísico se la habían planteado Caso, Vasconcelos, Ramos, Zea. Para estos filósofos, la Revolución había de entenderse y de vivirse, más que como un cambio de gabinete, como una transformación “íntima y cordial”. El nuevo mexicano era todavía un quehacer, una potencialidad en espera de realización. “Esta conexión del asunto del mexicano con la meditación estrictamente metafísica no era una ocurrencia, no se trataba de una reflexión folclórica o costumbrista. El proyecto era ambicioso y no estaba al alcance de todos”.

De 1948 a 1952, la “filosofía de lo mexicano” abandonó los estrechos pasillos de la Facultad para convertirse en un fenómeno cultural y mediático. La gente se amontonaba y distribuía codazos con tal de escuchar las candentes tesis de Emilio Uranga (“la vida para el mexicano entraña un esencial ‘tronchamiento’ o ‘quebrazón’, acción y efecto de romperse bruscamente, súbitamente”, “en el mexicano hay una sensación casi nunca dominada de agobio del ser”, “los comportamientos del mexicano son ‘modos’ de accidentalización de su originaria accidentalidad”). El joven filósofo ofrecía al público una sonrisa maliciosa y triunfante.

Emilio Uranga en 1972. (Archivo)

Uranga recelaba de la “doctrina de la mexicanidad” y de la fiebre modernizadora de Miguel Alemán Valdés. Su voto de confianza estaba con el cardenismo y con el PRM. “La filosofía sobre el mexicano era expresión de una vigorosa conciencia nacional. Tenía en lo espiritual un sentido semejante al que en lo económico había inspirado la expropiación realizada por Cárdenas”. Institucionalizar la Revolución sonaba a rigidizarla, a clausurarla. No había que reducir una gesta humanista a groseros factores económicos ni hacer del mexicano —un ser inacabado y mercurial— el objeto de ninguna definición patriotera. El prejuicio de que el Análisis del ser del mexicano promovió una moda pintoresca y nacionalista hoy está refutado; lo mismo ese otro prejuicio que le arroga a Uranga el tenebroso propósito de legitimar, con terminajos filosóficos, la incipiente dominación priista. Hoy leemos el Análisis del ser del mexicano como un discurso ferozmente anticolonial.

Reyes felicitó a Uranga por el libro y le palmeó el hombro. “¡Y ahora a quitarse la grasa de la academia! Escriba con sabor y subordínele el saber”. Con esta grave encomienda Uranga partió a Europa. En Friburgo conoció a Heidegger. “Causa pena ver al más grande de nuestros pensadores ataviado tan miserablemente. Un saco negro de corte sport, una camisa azul y una corbata roja”. De Friburgo se trasladó a París, que era por entonces —mediados de los años cincuenta— una gran fiesta latinoamericana.

Un día el doctor Jean Wahl, profesor de la Sorbona, invitó a Uranga a un cocktail en que se darían cita filósofos de todas las latitudes. Uranga no sabía qué denominación elegir para su “sistema” filosófico. ¿“Humanismo del accidente”, “ontología del mexicano”? El anfitrión solventó el problema presentándolo como el exponente del existencialismo francés en México. “Hubo un murmullo de aprobación y de complacencia, se me tendieron muchas manos y un rescoldo de atención y de cuchicheos dio remate a la faena. El bautizo estaba ya consumado. La franquicia de universalidad conseguida sin vacilación ni cavilaciones”.

Uranga volvió a México en marzo de 1957. Retomó su trabajo como profesor de la UNAM, pero no acababa de sentirse cómodo en el salón de clases. Las festivas calles del centro histórico nada tenían que ver con la pedregosa Ciudad Universitaria. Gracias a sus copains en el gabinete, Uranga obtuvo trabajo como asesor de López Mateos. “Fueron años de un periodismo batallón en revistas como Política y Siempre! y en diarios como Tiempo de México y La Prensa. En todo me consultaba con Porfirio Muñoz Ledo”. Uranga llegó a la conclusión de que “la filosofía de lo mexicano” era una filosofía caduca. Había tenido su vigencia y su contexto de enunciación; resultaba inútil prolongar sus estertores.

“Examen”, la inclemente columna de Uranga en La Prensa, sobrevivió a la renovación de poderes de 1964 y se prolongó durante el diazordacismo hasta 1968. Díaz Ordaz admiraba la inteligencia luciferina de su asesor. Procuraba mantenerlo cerca y a raya. Alguna vez se le oyó decir: “Estamos ante un raro caso de lucidez, de la que me tengo que cuidar, porque si abro la boca, don Emilio me crea un problema”.

Se barajó el nombre de Uranga como uno de los posibles autores de ¡El móndrigo!, un libelo infame que denostaba al movimiento estudiantil. Hoy se sabe que el autor principal de este libelo no fue Uranga, sino Jorge Joseph Piedra. Sea como fuere, la matanza de Tlatelolco tuvo el efecto de ubicar a Uranga en el “lado oscuro”. No podemos caer en la tentación fácil de ver en Uranga a un consejero áulico y mucho menos al orquestador de la represión gubernamental. Entre 1968-69 Uranga publicó cerca de 120 artículos. Condenó con palabras taxativas la brutalidad del Estado. Ensayó arriesgadas hipótesis sobre la violencia juvenil y la violencia reactiva.

Uranga todavía publicó dos libros: Astucias literarias (1971) y ¿De quién es la filosofía? (1977) en un intento por sustraerse a las pasiones efímeras y caedizas del periodismo. Falleció en 1988 tras un largo declive y sin haber dado nunca a la imprenta ese sistema filosófico eternitario con el que alguna vez soñó. Su obra se quedó inconclusa como la sinfonía de Franz Schubert. Cada oyente tiene que responder a la solicitud de completarla.

Uranga se perfila en la actualidad como uno de los filósofos mexicanos más importantes y más leídos. Su Análisis del ser del mexicano ya ha sido traducido al inglés y se le considera un referente para el estudio de las identidades fronterizas. Por sus críticas a la ontología occidental y por sus críticas a cualquier narrativa sustancializante y opresora hoy reconocemos a Uranga como una especie de filósofo posmoderno avant la lettre. Comenzamos a reconocer, además, su faceta como crítico literario de afilado colmillo.

“Estás condenado a ser siempre promesa”, le dijo en cierta ocasión Rosario Castellanos. “Sí —replicó Uranga con cínico orgullo—, como un billete de la lotería, a un tris de ser, permanente y renovadamente, el premio mayor, pero no por ello perdiendo su calidad de ser un contrato de esperanza. Mientras haya viciosos de la lotería mi destino no caducará”.

José Manuel Cuéllar Moreno es maestro en Filosofía por la UNAM y la Universidad de Barcelona. Autor, entre otros libros, de 'La Revolución inconclusa. La filosofía de Emilio Uranga, artífice oculto del PRI' (Ariel, 2018). Editor y compilador del libro 'Emilio Uranga. La exquisita dolencia. Ensayos sobre Ramón López Velarde' (Bonilla Artigas, 2021).
Reseña.

Tras las huellas de López Velarde

Por Guillermo Hurtado

Hace cien años murió Ramón López Velarde y hace cien años nació Emilio Uranga. Esta coincidencia nada nos diría de no ser porque entre ambos creadores hay una liga invisible. José Manuel Cuéllar ha publicado un libro delgado, pero denso, en el que examina ese vínculo intangible. 'Emilio Uranga, La exquisita dolencia. Ensayos sobre Ramón López Velarde, introducción, selección y notas de José Manuel Cuéllar' (Bonilla Artigas Editores, México, 2021) reúne todas las publicaciones del filósofo Emilio Uranga sobre López Velarde en el lapso que va de 1952 a 1976.

Esta recopilación puede dividirse en dos partes. La primera consiste en el último capítulo del 'Análisis del ser del mexicano' publicado en 1952. En ese texto, Uranga analizó la poesía de López Velarde desde la perspectiva de la filosofía de lo mexicano. La lectura que hizo Uranga de López Velarde no tiene parangón en la historia de nuestra filosofía: es el mejor ejemplo que tenemos en nuestra tradición filosófica de cómo aprovechar la poesía para la filosofía más rigurosa (si buscáramos un equivalente en otra tradición de pensamiento, habría que recordar la lectura que hizo Heidegger de Hölderlin).

Uranga encuentra en los escritos del poeta las intuiciones fundamentales de una ontología de lo mexicano. El filósofo extrae de la poesía de López Velarde una noción que incorpora al conjunto de categorías propuestas para comprender la existencia mexicana y, de manera más general, la existencia humana. Esta categoría es la de zozobra. Uranga no sólo lee la obra de López Velarde desde la ontología de lo mexicano, también lo hace desde la filosofía de la historia de México. El poeta encuentra en la caracterización que esboza el poeta de la Revolución mexicana intuiciones que nos permiten comprender su significado más profundo.

La segunda parte de la recopilación consiste en una serie de artículos que escribió Uranga entre 1960 y 1976 y que aparecieron en periódicos y revistas como El Mundo (de Tampico), Novedades, El Universal, Política y Siempre! En esos artículos, Uranga conecta el pensamiento de López Velarde con temas de la vida política y social de aquellos años. Las conexiones que traza el filósofo son asombrosas y todavía hoy resultan esclarecedoras. Encontramos en algunos de estos textos a un Uranga muy íntimo, a un Uranga que encuentra en la figura de López Velarde a un hermano espiritual que lo invita a revelar sus emociones más hondas sobre temas como las mujeres y la provincia.

La introducción de José Manuel Cuéllar es estupenda. No cabe duda de que Cuéllar es el especialista más destacado en la vida y obra de Emilio Uranga. Cuéllar combina las herramientas de su formación filosófica con las de su experiencia literaria para ofrecernos un estudio comparativo que nos brinda datos reveladores sobre el pensamiento filosófico y político de Uranga y, al mismo tiempo, nos regala una manera muy estimulante de aproximarnos a la obra de López Velarde.

AQ

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