La obligación de recordar

Reseña

En Spinoza en el parque México, Enrique Krauze se delinea, sin auto-examinarse del todo, como liberal heterodoxo y cosmopolita, que contiene a una selecta multitud de pensadores.

Enrique Krauze y Rafael Pérez Gay. (Foto: Ariel Ojeda)
Álvaro Ruiz Rodilla
Ciudad de México /

El mito del dios egipcio Theuth, que discuten Sócrates y Fedro, advierte sobre los peligros del nuevo arte logográfico descubierto por Theuth: la escritura. La cara oscura, anversa, de sus virtudes no ha dejado de estar latente en la vida intelectual —y se ha vuelto palpable en el siglo del imperio audiovisual: la confianza en las letras (y ahora en la imagen) nos hace cada vez más desmemoriados, hijos del olvidado cultivo de nuestra memoria—. Contra la admonición platónica, la memoria dialogada de los libros leídos y vividos, guardianes de las ideas, sería un conjuro eficaz.

Una forma de esa premisa antigua encarna, además, en el mandamiento religioso de recordar, el cual Enrique Krauze dice cumplir desde el judaísmo al inicio de su más reciente libro, Spinoza en el parque México (Tusquets Editores). Otro precepto cierra la última página: el Jeshbon Hanefesh o “balance del alma”. Entre esos dos cabos morales se desata una extensa conversación autobiográfica de 728 páginas con el académico y expolítico José María Lasalle quien iba a ser, en realidad, el biógrafo de Krauze si las ansiedades del balance propio no hubieran alterado el curso de su investigación. Sorprende que un biógrafo intelectual como Krauze, tan dado a perfilar con rigor documental figuras y generaciones, haya optado por “tomar el control” del proyecto de Lasalle, sustituyendo la tarea historiográfica de cotejar, contrastar y verificar fuentes, reunir testimonios, confrontarlos, por su voz memoriosa. Basta consultar, por ejemplo, el recuento que hace Héctor Aguilar Camín en “Mi querella con Paz” para leer otra versión de los hechos: la “expulsión de la vida política” de los liberales de Plural desde La cultura en México en 1972 no parece haber sido tal; y menos una andanada de intolerancia izquierdista. Pero Krauze tira de ese hilo en un sentido único para proseguir el relato sobre la “soledad de Vuelta”, ínsula solitaria contra las corrientes marxistas imperantes en los años 1980. Ese hilo, de varias madejas polémicas, podría contrastarse y reinterpretarse en manos de algún biógrafo o historiador intelectual.

Quizá se trató menos de “tomar el control” que de una preferencia formal, esa sí en beneficio del lector. No hay duda de que la conversación es un acierto que ameniza el espeso recorrido, descentrado en realidad de su personaje principal, en cerca de la mitad de esta asumida autobiografía a dos voces. El diálogo —no exactamente socrático, sino más bien una entrevista entre dos eruditos afines que debaten poco— discurre desde la infancia y formación de Krauze a partir de las raíces culturales y cosmopolitas judías, su tránsito de ingeniero a historiador, del socialismo al liberalismo, su papel editorial en Vuelta y su participación en algunas querellas intelectuales, hasta mediados de los años 1980 en que publica Una democracia sin adjetivos.

Ahora bien, si esto fuera el verdadero meollo del libro tendríamos una autobiografía dirigida y conversada —sin más adjetivos—, que aprovecharía bien la plasticidad de un género en el que cabe la memoria, la anécdota, el ensayo, el chisme y un sinfín de materiales a disposición del autor (fotografías, cartas, postales, poesía, música, cuento, etcétera). En esto Krauze y Lasalle, el segundo autor del libro, abrevan de una rica variedad.

Pero la polifacética autobiografía del historiador mexicano ostenta tantas bifurcaciones que por largos trechos perdemos de vista su vida y su obra, así que el género acaba demoliendo sus propias demarcaciones. Toda la tercera y cuarta parte (“El libro que no escribí” y “Biblioteca personal”) son menos el recorrido intelectual y profesional de Krauze que borradores —a veces casi acabados— de ensayos, prolongaciones de una historia (o “teatro”) personal de las ideas, retazos de biografías hiladas. Me pregunto si, de nuevo, la soltura de la forma conversada o bien el temor de nunca concluir fueron las razones por las que Krauze y sus editores no desgajaran esas partes en otro libro, en alguna recopilación de ensayos, por más personales y dialogados que fueran. O incluso en una biografía coral de “judíos no judíos”. Algo llamado quizá Heterodoxos judíos y otros disidentes centroeuropeos (continuación de aquella otra galería viva: Redentores) Las vidas encarnadas en las ideas de Spinoza, Heine, Marx, y más adelante Gershom Sholem, Isaiah Berlin o Hannah Arendt, entre otros, hubieran valido otro libro. En cambio, al estar enmarañadas en una autobiografía la obra incurre en ciertos usos (o abusos) del relato memorioso, inocuos pero no menos relevantes a la hora de autorretratarse como intelectual público: la memoria como entronización del individuo en la democracia universal a la manera de Walt Whitman: “yo contengo multitudes”; y como genealogía artística y anacrónica a la Borges, postulando que cada quien crea a sus precursores. Así, Krauze se delinea, sin auto-examinarse del todo, como liberal heterodoxo y cosmopolita, que contiene a una selecta multitud de pensadores. Así resolvió mostrarnos su plasticidad biográfica.

AQ

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