Armando Ramírez (1952) ha caminado tanto por el Centro Histórico que sus calles suelen ser los escenarios de buena parte de sus libros. Déjame (Océano), su novela más reciente, es un nuevo homenaje al primer cuadro de la Ciudad de México.
Escrita en tono de bolero, cuenta la historia de un narrador homónimo al autor que durante una grabación conoce a Lucía Buñuel, una joven de quien se enamora y sobre la cual proyecta la historia de sus anteriores fracasos amorosos.
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—Déjame es una novela que le debe mucho a tu trabajo como cronista.
No pude haberla escrito si no hubiera hecho tantas crónicas en televisión y en particular sobre el Centro Histórico. Desde que planeé el libro quise encontrar una casa con una historia de drama amoroso, pero al final decidí inventar una en un lote baldío que está al lado del Centro Cultural España. Entrevisté a los arqueólogos y me comentaron que ahí podía haber estado la escalinata del templo de Ehécatl-Quetzalcóatl. Ahí fue donde ubiqué Casa España, una ONG. Durante una grabación, el narrador conoce a una española y poco a poco se desencadena una serie de conflictos que lo llevan a recordar a sus ex parejas.
—Es entonces cuando la novela se despliega hacia el melodrama.
En ese recordar cae en cuenta que cuando ellas lo abandonan siempre le dicen “Déjame”. Hablas de melodrama pero yo preferiría hablar del bolero. Su esencia romántica está en nuestra educación sentimental. El soundtrack de nuestra vida está marcado por boleros o, lo que es lo mismo, por canciones de rompe y rasga.
—Lucía Buñuel, por otro lado, se puede leer como la metáfora de una ciudad que se abre y seduce al narrador.
Inevitablemente. Yo quería hacer justicia a Tepito e incorporarlo al primer cuadro de la ciudad después de que la Asamblea lo discriminó y le puso Perímetro B. Es el barrio donde crecí. Iba a estudiar inglés a un edificio junto al Monte de Piedad. En casa me daban para el tranvía, pero prefería irme a pie. Veía los edificios, las librerías, el Museo de Cera, las ruinas descubiertas por Gamio. De alguna manera, en esta novela están mis primeras excursiones por el Centro Histórico.
—¿Recuerdas eso con nostalgia?
No, a pesar de que ya no es lo mismo. El Tepito que conocí se mantuvo más o menos hasta el año 2000. Las cosas cambiaron a partir de una ley que permitió que en los edificios donde antes había viviendas se instalaran comercios; en consecuencia, se diversificaron las mafias y el narcotráfico. Por desgracia, a los gobiernos locales no les interesa invertir socialmente en Tepito. A partir de los conflictos estudiantiles de los sesenta y setenta, dejó de haber preparatorias en el barrio. Nunca se imaginaron que con esa medida dejaban a los jóvenes a expensas de cualquier tipo de actividad.
—En la novela se nombra al boxeador Aurelio Ramírez, tu padre.
Mi madre se separó de él porque precisamente quería golpearla. En nuestra vecindad vivía también El Polocho, un entrenador que preparó a José Medel y a Julio César Chávez. Nos quería mucho. Cuando vio a mi papá intentando golpear a mi madre, se metió y le puso una santa friega. Ahí se acabó la relación. Mi madre siempre me dijo que no por ser el hijo del Negro Ramírez tenía que ser peleonero; ella era de mente abierta y me incitó a estudiar. Llegué a la vocacional y después quise estudiar Economía, pero ya no me alcanzó el dinero. Chin Chin el teporocho me ayudó a convencerme de ser periodista. Conocí a la gente de Julio Scherer y me dio chance de hacer crónica dominical en el suplemento cultural de Excélsior. Después entrevisté a Mantequilla Nápoles, al Cuyo Hernández. Llegué a ser jefe de información de la revista Su otro yo, donde trabajé con Andrés de Luna, Pepe Buil y Emiliano Pérez Cruz; era una revista de mujeres desnudas con buenos contenidos periodísticos y literarios.
—Tu literatura ha respetado la oralidad. En cierto sentido, escribes tan barroco como se habla. Esta característica es cuestionada por tus críticos.
No me importan esas críticas. El habla de Tepito es literaria, tan literaria como la imaginación en el albur. El albur puede ser muy grosero, pero también súper poético. La picardía en el lenguaje del tepiteño aportó “chairo” y “fifí”. Quien se vestía bien y era presumido era “fifí”. Y “chairo” viene del argot de las carnicerías: la chaira se usaba para sacar filo al cuchillo. A algún güey se le ocurrió relacionarla con la masturbación y de ahí brincó al lenguaje popular. Cómo no voy a querer y darle lustre al habla popular si de ahí provengo.
—La crónica de la ciudad hoy se divide entre la histórica y la nota roja. ¿Qué diferencias encuentra entre los cronistas de hoy con los de su generación?
Hay más crónica de la ciudad y su alcance ha llegado a la televisión, donde tenemos a Héctor de Mauleón y Alberto Barranco, por ejemplo. Cuando estuve en Foro TV me pidieron que no hablara de cultura, pero cuando metía la historia de una iglesia o de alguna calle, el rating se iba hacia arriba. A la gente le gusta conocer la historia de su ciudad.
LVC