¿Existe el futuro?

Ensayo

No resulta muy racional tener esperanzas en el porvenir ni confiar en que por sí solas las cosas mejorarán.

Nuestra tragedia en la vida: solventar las tensiones derivadas del hecho de que somos el centro del mundo a la vez que no lo somos. (DALL E)
Guillermo Levine
Ciudad de México /

¡Qué pregunta! Pues claro que existe: el presente es ahora; el pasado ya transcurrió, y el futuro nos aguarda; ¿podrá acaso ser más complejo que eso?

La respuesta es “no” para todos los seres vivos… excepto nosotros, por razones atribuibles a nuestra conciencia reflexiva, y ahora, mediante algunas consideraciones de partida intentaremos clarificarlo. Como el tema es extenso, en el libro Ser uno mismo (Trillas, México, 2014), lo expongo con bastante más amplitud, y antes de abordar propiamente nuestro tema en este ensayo será necesario plantear ciertas cuestiones un tanto abstractas porque sin ellas no podremos profundizar.

Sucede que, sorprendentemente, nuestro contacto cotidiano con el mundo no es tanto a través de los sentidos sino mediante la mente, empleando el lenguaje, pues para mí la realidad no es sino la constante descripción que de ella me fabrico mediante palabras, todo el tiempo; hasta dormido lo hago, y le llamo sueños (o pesadillas). Durante el día, por supuesto, a esta incesante actividad se le conoce como “pensar” aunque, como el monólogo interior es constante y cotidiano, pasa desapercibido en forma similar a, por ejemplo, la respiración. La —única— realidad externa sigue existiendo, por supuesto, pero yo me encargo de conceptualizarla y “percibirla” mediante las palabras.

Un intento filosófico de explicar la función de esas inacabables descripciones sería el siguiente: por razones evolutivas específicas de nuestra especie, en la infancia temprana arribamos a la etapa de aprender a hablar, y eso significó una verdadera “expulsión del paraíso” en la cual perdimos el contacto íntimo y fundamental con la naturaleza sin necesidad de intermediarios. A partir de allí solo mediante el lenguaje (las palabras, las ideas, los conceptos, las imágenes) podremos construir “caminos” para intentar reconectarnos con el mundo, pues nos escindimos de lo absoluto del ser para convertirnos en un perpetuo errante, condenado a construirse a sí mismo: dejamos de ser el mundo para convertirnos en meros habitantes encima de él.

Separados por esa insalvable distancia entre el sujeto consciente que ahora somos y los objetos que nos rodean (entre los cuales, para complicar aún más el asunto, también estamos nosotros mismos en un sentido físico: el cuerpo, del que hablaremos en alguna futura ocasión), nos vimos impulsados a utilizar nuestra capacidad verbal para fijar puentes de palabras con la realidad, porque además tampoco tenemos clara ni segura la finalidad —si acaso la hubiera— de nuestra existencia. Es durante la primera infancia cuando se establece una especie de fortificación inicial para anclar mi presencia en el mundo, y la llamo “yo”.

Ser yo tiene dos componentes fundamentales: la sensación íntima e intransferible de serlo, y el conocimiento de que lo soy, y toda mi vida girará alrededor de estos dos ejes, aunque el primero comienza a perder terreno tan rápido que suele desaparecer de mi vista.

A lo largo de mi existencia he estado construyendo metafóricas capas de descripciones de quien soy: mantos de palabras en los cuales me apoyo para ser ese que (me) digo ser. Pero no solo me sustento en ellos: soy ellos. Son las “máscaras” de mi personalidad, y no provienen sino de mi pensamiento.

Por ello, debido a la forma progresiva en la cual cada uno de nosotros conforma su personalidad, será necesariamente cierto que durante alguna etapa temprana de mi vida se creó la primera capa de descripciones pues antes no tenía ninguna, y esto es válido sin importar cuántas (y cuáles) capas tenga ahora, porque el tiempo avanza en forma unidireccional y no se detiene ni regresa. Esa primera capa tiene su lugar asegurado como la inicial y por tanto primordial, porque las subsiguientes se construyen sobre ella y no la reemplazan: la llamaré el ego. Alrededor del ego girará entonces toda mi futura vida.

Además, el hecho indiscutible es que, debido a su fragilidad y vulnerabilidad, el infante en efecto es y debe ser el centro de la atención de quienes lo rodean, pues de otra forma no sobreviviría. Sin embargo, con el transcurso de unos pocos años, y sin duda demasiado pronto para su gusto, el niño se ve desplazado de esa posición privilegiada y tiene que aprender —usualmente con lágrimas y frustración de por medio— que si un tiempo fue el centro del mundo ahora las cosas ya han cambiado y es muy poco lo que puede hacer al respecto de esa nueva realidad.

Esquematizando, nuestra tragedia en el paso por la vida es muy sencilla de plantear (y ojalá también lo fuera de resolver), pues básicamente se trata de solventar las tensiones derivadas del fundamental hecho de que somos el centro del mundo a la vez que no lo somos: para mi ego soy el centro del mundo, mientras que para las otras capas de mi personalidad —y las demás personas— no lo soy, y ambas cosas resultan ciertas. Por supuesto, es imposible no ver aquí una contradicción, pues sí la hay, y de su resolución dinámica emanará nuestro equilibrio como individuos, igualmente dinámico e inestable.

Regresando al tema inicial, por definición, únicamente en el presente suceden las cosas. La observación nos indica que todos los animales superiores guardan registro histórico (neuronal) de al menos algunas experiencias y de ciertos aprendizajes; sin embargo, nosotros somos los únicos capaces de re-vivir los recuerdos a voluntad porque podemos re-crearlos mediante el lenguaje (el pensamiento), y las sensaciones asociadas con él, y este prodigioso mecanismo también opera a la inversa, cuando las impresiones emanadas de, por ejemplo, un olor o un sonido producen los recuerdos y las descripciones ligadas con aquella experiencia. Es decir, en cierta medida podemos en efecto vivir en el pasado mientras estamos aquí, aunque en los casos extremos nuestro desempeño pueda sufrir un descalabro derivado de esa falta de presencia.

Aplicando el ya mencionado principio de necesidad lógica: si esa extendida y repetida costumbre de habitar parcialmente en el pasado es tan usual, no puede sino deberse a alguna causa específica, y ésta es —descubrámoslo— que “alimenta” al ego y lo hace sentirse ¡de nuevo! como el centro del mundo, pues alrededor de él giran todas esas fantasías y reconstrucciones de la realidad pasada... aunque asimismo se puede nutrir, en forma perversa pero segura, de atormentadores recuerdos de humillaciones, fallas y decepciones, porque en esos casos igualmente ocupa el sitio central y recibe la atención deseada. Morboso y complejo, pero muy efectivo; ya analizaremos ese enredado mecanismo en alguna otra ocasión.

No solo eso: el lenguaje nos permite transportarnos al futuro y residir por un tiempo allí… en contra de todas las leyes conocidas de la naturaleza. El mecanismo es similar: mediante las palabras (y las sensaciones y emociones producidas por esos pensamientos, sobre todo cuando son repetitivos) el ego retoma su originario lugar como centro de las cosas y receptor primordial de la atención, sin importar demasiado si para lograrlo debemos, al menos en parte, sacrificar la realidad cotidiana y nuestra participación en ella. Así, uno se la pasa imaginándose posibles escenarios futuros y los potenciales resultados de su actuación, aderezado todo con la indispensable atención de parte de los demás. Sin siquiera notarlo, podemos dedicar grandes cantidades de energía mental (y tiempo) a las adecuaciones requeridas para el funcionamiento de esas fantasías cuya ocupación real consiste en mantener al ego como el centro de la atención, llegando incluso a pagar el perverso y doloroso costo del sufrimiento, si tal cosa fuera necesaria para garantizar el triunfo del esquema.

Aquí entra en juego otra de las usuales confusiones entre presente, pasado y futuro, sobre la cual convendría ejercer claridad de pensamiento para ahorrarnos posteriores desencantos. Nos referimos a esa extendida ilusión de considerar la vida como un inacabable enfrentamiento a decisiones por tomar, pues entonces nos preocuparemos tratando de elegir la mejor de entre esa enorme gama de opciones. Sin embargo, muchas veces acabaremos arrepintiéndonos porque la preferencia no fue precisamente la adecuada y hubiera sido mejor haber tomado otra decisión y no aquélla.

Pero no es propio de los humanos tener a la vista las perspectivas paralelas y superpuestas que constituyen la definición misma del futuro. Los mortales solo podemos elegir lo que acaso consideramos como la mejor de varias alternativas, sin en realidad saberlo a plenitud —excepto en casos triviales, claro—. Todo lo demás no es sino el delirio de creer que tenemos la capacidad tanto de prever el futuro como de cambiar el pasado. Y sí podemos... solo que dentro de la mente, construido todo ello mediante el lenguaje que configura el mundo psíquico en el que habitamos, mas no el real donde se encuentran los otros: aquellos que son como yo pero no son yo.

Debemos tener claro que el futuro contiene la totalidad de las posibilidades, solo que en forma de “superposición cuántica”, donde todas las opciones coexisten, aunque ese gigantesco conjunto de perspectivas siempre acaba por reducirse a un solo resultado: el que escogí cuando lo escogí, pues en ese momento los naipes del castillo en el aire caen y se comprimen en una sola posibilidad: la real. ¿Dónde quedaron las demás? Nunca existieron más que como eventualidades formales que sí conviene sopesar antes, por supuesto.

Poniendo un ejemplo, si consulto un mapa de calles puedo determinar la existencia de decenas o más de trayectorias para ir del punto A al B, pero una vez que llegué hubo un solo camino: el que tomé, que bien pudo haber sufrido retrocesos, pérdidas de rumbo, rodeos, retardos y reinicios, sí, pero únicamente fue uno solo, y no hay nada más que hacer acerca de ese hecho irreversible, pues ni siquiera el arrepentimiento o el coraje por haberlo tomado (ése y no otro) podrá llegar a cambiar lo ocurrido.

En la entrega anterior se presentó el fundamental concepto de la entropía como una medida del desorden inherente en la complejidad y multiplicidad de un mundo compuesto por una infinidad de partículas en constante movimiento, alimentadas por una continua inyección de energía proveniente, a final de cuentas, del Sol (razón por la cual en todas las culturas originarias el “astro rey” ocupa un lugar privilegiado), y aquí lo volveremos a emplear.

La existencia misma de los organismos vivientes, dijimos, implica un constante estado de desequilibrio energético que debe ser mantenido y supervisado en forma dinámica todo el tiempo para no llegar a caer en “la paz de los sepulcros” y la homogeneidad térmica resultante de una falta de organización y especialización de funciones. Si toda la energía se halla perfectamente distribuida no existirá ya vitalidad ni fuerza creadora, y el tiempo habrá llegado a su fin. (En el artículo anterior advertimos al sufrido lector que la palabra “desequilibrio” suele tener una connotación negativa —usualmente se refiere a la conducta—, pero en este contexto el equilibrio implicaría que la energía se encuentra repartida aleatoriamente, sin más concentraciones en un sitio que en otro, y en biología esa uniformidad va en contra de la vida misma.)

Ludwig Boltzmann, creador de la mecánica estadística. (Especial)

Hacia el año 1870, el físico y filósofo Ludwig Boltzmann postuló matemáticamente que la entropía puede explicar en forma probabilística la relación entre los estados macroscópicos y microscópicos de la materia. Se le considera el creador de la mecánica estadística, que describe cómo las propiedades de los átomos —cuya existencia ni siquiera estaba aún confirmada experimentalmente— determinan las propiedades observables de los componentes físicos del mundo, y ya para 1850 Rudolf Clausius había enunciado la conocida como 2ª ley de la termodinámica, indicando que en la naturaleza los sistemas tienden hacia una entropía creciente porque, a menos de que una fuerza ordenadora intervenga para acomodar las cosas, su energía se homogeneizará distribuyéndose aleatoriamente. En ese sentido, el futuro infinitamente distante aparece como el estado de máxima entropía, con el universo mismo alcanzando la conocida como “muerte térmica”.

Por el contrario, el orden forzosamente implica desequilibrio pues por su existencia misma habrá zonas más organizadas que otras. Dijimos que, por ejemplo, las pequeñas manchas de tinta que sobre la hoja de papel llamamos “letras” de ninguna forma aparecieron en forma espontánea o por casualidad, sino que una por una se fueron armando mediante patrones perfectamente delimitados. El orden cuesta trabajo, y es justamente lo contrario de lo soso, lo insípido y lo indiferenciado.

Desconsoladoramente, “el orden natural de las cosas” implica que el futuro no es ninguna garantía de menor caos o de un destino predecible y preconfigurado, sino todo lo contrario. Recordemos: el presente es el tiempo de la dicha humana.

Abundando en el tema, en un intrigante artículo de la revista Scientific American (Sean M. Carroll, “The Cosmic Origins of Time’s Arrow”, junio de 2008), se explica cómo la entropía determina igualmente la dirección de los procesos de intercambio de energía y, por ende, la dirección misma del flujo del tiempo, pues todos los fenómenos reales se desarrollan en el sentido de una entropía neta creciente. A su vez, esto implica que el pasado tiene un menor nivel de desorganización que el porvenir; es decir, el pasado es siempre más definido y tiene más orden y más certidumbre que lo que aún no acontece, debido a la gigantesca cantidad de posibilidades diferentes que podrían ocurrir.

El futuro es incierto: desordenado y de alta entropía porque es múltiple. Empleando estos principios, el autor del artículo explica que para formar una memoria confiable se requiere que el pasado tenga orden —es decir, baja entropía—, porque si fuera alta, las memorias serían fluctuaciones aleatorias, sin relación con lo que en realidad había ocurrido.

Y sí, a diferencia de la imagen usual respecto al tiempo, en algunas culturas (aimara en el altiplano de Sudamérica; nasa en la región andina de Colombia, y también en Marruecos) el pasado se sitúa al frente, a la vista, mientras que el futuro se nos acerca por la espalda, pues aún lo desconocemos.

No es posible anticiparse al futuro (pues es múltiple y contiene a la vez todas, absolutamente todas las posibilidades; si no, no sería futuro); podemos, a cambio, preparar ahora las condiciones para que no llegue un cierto futuro, sino otro que configuramos como más deseable. Tan solo hay consecuencias de las políticas y de las acciones, más cierto “ruido” debido al azar, sin duda, pero ese es por definición imprevisible y lo permea todo, por lo que bien podría ser descartado de la discusión pues influye en la totalidad de los casos por igual.

No precisamente resulta entonces muy racional tener a priori esperanzas en el futuro ni confiar en que por sí solas las cosas mejorarán o, peor aún, que exista un “destino manifiesto” o reglas que definen el devenir histórico y lo conducen hacia estadios superiores. Bajo esta luz, las supuestas “leyes de atracción” carecen de base, ni tampoco la tienen las usuales promesas y propuestas demagógicas y populistas, o los pronunciamientos autoritarios emanados de grandilocuentes visiones de pasados gloriosos, pues triste y peligrosamente no son sino sueños egocéntricos, tanto a escala individual como social.

En alguna nueva ocasión trataremos del usualmente mal comprendido tema del karma y de lo que el destino nos depara, y por ahora quizás esto nos pudiera servir a modo de inocente despedida hacia el futuro:

AQ

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