El triunfo electoral de Andrés Manuel López Obrador en 2018 es el resultado de un ciclo que comenzó 30 años antes. Felipe de la Mata Pizaña, magistrado del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, opina que 1988 fue un punto de quiebre para el sistema democrático mexicano.
Durante más de dos décadas, De la Mata ha presenciado momentos clave en la historia política de México. Era miembro del Tribunal durante la controvertida elección presidencial de 2006, reconocida como la más competida en la historia del país. Doce años después, fue uno de los encargados de entregar la constancia de presidente electo a AMLO y hace unos días entregó también el documento que acredita a Claudia Sheinbaum como mandataria y como la primera mujer en el cargo.
Recientemente, el magistrado y académico debutó en el mundo literario con Las heridas, una novela que —aunque ficticia— está profundamente arraigada en nuestra realidad política.
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Las heridas (Espasa, 2024) explora los eventos que circundaron la elección de 1988, —donde la victoria fue concedida a Carlos Salinas de Gortari— y las cicatrices que dejó en la sociedad mexicana. Narra los desafíos electorales y las tensiones sociopolíticas de la época.
En esta conversación, Felipe de la Mata, quien ha dedicado gran parte de su vida a comprender y mejorar el sistema democrático, habla de su visión sobre el México de ayer y de hoy, y cómo su carrera jurídica ha influido en su novel trabajo como escritor.
En tu novela noto dos fuerzas en juego. Por un lado, una nostalgia por el México de los 80, y por otro, una suerte de satisfacción porque ciertos rasgos de ese México ya no existen. ¿Cómo interactúan estas dos visiones del pasado?
Me parece muy interesante tu punto de vista. Hace unos años, mi hijo mayor, que entonces tenía 14 años, me preguntó si realmente el México de mi infancia o juventud era mejor. Esa pregunta me llevó a reflexionar, porque como sociedad debemos mirarnos al espejo y reconocer que hemos hecho algunas cosas bien. Claro que no todo es perfecto, no hay absolutos, pero hemos avanzado, especialmente en temas democráticos. Aunque pueda parecer increíble, también hemos mejorado en derechos humanos. Antes, las violaciones a los derechos humanos eran comunes y nadie las denunciaba, como en la guerra sucia. Hoy en día, aunque siguen ocurriendo, al menos se hacen públicas y se señalan, con la esperanza de corregirlas. Por otro lado, sí hay una narrativa tierna en la novela, una que intenta recordar el México de antaño, el México de mi pasado. Decidí centrar la novela en el barrio de Mixcoac, el lugar donde crecí. Es un barrio con mucha historia, pero que ha sido absorbido y transformado por la gran metrópoli. También quería mostrar cómo era el México de los 70 y 80, una sociedad más conservadora, donde expresiones que hoy serían inaceptables eran comunes.
El título de la novela evoca la idea de las cicatrices históricas. Pareciera que la historia de México está compuesta de heridas, no solo en la historia reciente, sino también en los últimos 500 años. ¿Qué te llevó a elegir este título?
Me encanta recorrer el Centro Histórico de la Ciudad de México. En mis recorridos, veo una ciudad llena de cicatrices, templos hermosos que eran parte de conventos destruidos, que luego fueron convertidos en vecindades y después en bodegas. La historia arquitectónica de la ciudad es también una representación de las heridas que han cicatrizado, pero que aún son visibles. Por eso el título es tan importante. A menudo decimos que somos la unión entre indígenas y españoles, pero no nos damos cuenta de que la cosmovisión indígena es pluricultural. Son muchas cosmovisiones y maneras de ver el mundo. Debemos darnos cuenta de que hay heridas que nunca cicatrizan y que forman parte de nosotros.
Ésta es una novela narrada desde dos voces: la de Alfonso, con la que expresas tus memorias y reflexiones sobre ese pasado, y la de Ubalda, una luchadora social y maestra rural. Ambas voces están en primera persona. ¿Fue un reto cambiar de perspectiva y meterte en la piel de un personaje femenino?
Curiosamente, me pasó lo contrario. Algunos amigos me decían “deja de escribir en primera persona y empieza a escribir en tercera”, pero yo me negué porque necesitaba sentir a mis personajes, su pasión. Al narrar a Ubalda, me sentía como ella, y sentía su amor y su odio. Desde joven empecé a leer y a entender las cuestiones sociales. Aunque no viví eventos como el conflicto del 68 o el Halconazo, sentí enojo al conocerlos. Pero sí estaba vivo en 1988, y como joven sentía mucha desesperación. El personaje de Ubalda me permitió explorar esas emociones. Me inspiré en una guerrillera sandinista, Araceli Pérez Darias, una mujer que vivió en México y que se convirtió en heroína de la Revolución sandinista en Nicaragua. Estudiando a Araceli y tratando de imaginarla, fui dotando a Ubalda de características psicológicas propias.
Aunque esta novela se basa en hechos históricos y menciona a personajes reales, sigue siendo una ficción. ¿Por qué decidiste contar esta historia como una novela en lugar de hacer una crónica o unas memorias políticas? ¿Qué te permitió la ficción?
Pude haberlo escrito como un ensayo histórico, y no me hubiera desagradado, pero eso ya lo he hecho. Quería escribir algo en lo que pudiera poner mi pasión y mis sentimientos. Para eso necesitaba personajes ficticios. Por ejemplo, cuando escribí el nacimiento de Francisca, la hija de Ubalda, lloré. Y al releerlo durante la revisión, volví a llorar. Pasó un año y, revisando la novela, lloré otra vez en ese pasaje. Todos los datos y hechos en la novela son corroborables. Sin embargo, los personajes debían ser ficticios para poder dotarlos de mis propias elucubraciones sobre los años 80 y mis puntos de vista sobre la izquierda mexicana. Hay que decirlo: ahora la izquierda es triunfadora, pero estuvo proscrita en este país hasta 1977. La historia de la izquierda es la historia de la persecución política y los crímenes de Estado. Hace 50 años los mataban, los perseguían y los desaparecían.
Además de tu labor como magistrado, eres docente y académico. ¿Hay en esta novela una vocación pedagógica?
Sí, eso es lo más importante de la novela. Cuando la escribía, me decía a mí mismo: “estas historias deben contarse para que no se olviden”. Y pensaba especialmente en los jóvenes, que según las encuestas son los menos politizados. Pasaron muchas cosas para que el sistema democrático llegara a lo que es hoy, y el punto de quiebre fue 1988. Ese año, la gran mayoría de las izquierdas abandonó la opción armada y decidió institucionalizarse para optar por la vía democrática. Muchas voces le decían a Cuauhtémoc Cárdenas que había que levantarse en armas, pero él respondía: “¿Cuáles armas, si no tenemos? Somos un movimiento democrático”. Eligieron la fórmula democrática y, por las circunstancias que fueran, triunfaron en 2018. Para mí era muy importante mostrar que la transparencia y los resultados electorales se construyeron en los 90 gracias al conflicto electoral del 88. Sin eso, no podríamos entender lo que sucede hoy en México. Esa historia de 30 años cerró su ciclo el 8 de agosto de 2018, cuando el Tribunal Electoral entregó a Andrés Manuel López Obrador su constancia como presidente electo.
Un momento en el que fuiste testigo privilegiado de la historia.
¡Sí! Por eso la siguiente novela que voy a escribir será sobre lo que ocurrió en 2006. Estaba dentro del Tribunal y fui testigo de todo. La historia de la izquierda en México pudo ser otra, pero optaron por la opción responsable y eso dio frutos. A los jóvenes hay que recordarles eso, para que esas historias no se repitan.
ÁSS