Páradais (Literatura Random House) es la más reciente novela de Fernanda Melchor. Como en Falsa liebre (2013) y Temporada de huracanes (2017), nominada al Premio Internacional Booker en 2020, explora las raíces de la violencia cuando toma la forma de una obsesión. Sus protagonistas, un jardinero y un joven adinerado y obeso, son tan sombríos como la Riviera veracruzana por donde avanza la trama. Y, como en sus dos novelas anteriores, Fernanda Melchor consigue que el lenguaje adquiera también la categoría de personaje, en este caso capaz de reflejar las dos caras de la marginación: la social y la afectiva.
El machismo, la mente del violador, un país sometido por el narcotráfico, la delgada línea que separa a la normalidad del infierno psicológico son los demonios familiares que se pasean por Páradais.
—¿Por qué ha sido tan importante para ti ahondar una vez más en la violencia?
Lo mismo me cuestioné cuando empecé a trabajar en este proyecto. Yo misma me dije: “Wey, ¿neta otra vez vas a hablar sobre la violencia?” Pero fue algo inevitable, algo que aún me seguía preocupando y había muchos rincones oscuros que con Temporada de huracanes no había logrado explicarme. Sentí la necesidad de construir una historia con otro ambiente, con otro tipo de personajes y otra escritura, pero también abordando otros detalles sobre la agresión contra las mujeres, más centrada en cuál es el papel que tiene la violencia en la sexualidad: lo egoísta y ciego que puede ser el deseo.
—Decía José Emilio Pacheco que “no podía detener un cuerno de chivo con un soneto”, pero sí sensibilizar al lector. ¿Qué sensación quieres provocar con Páradais?
Pacheco fue una influencia decisiva para mí: quería devolverle el horror a la violencia. Estamos tan anestesiados y acostumbrados a todo lo que pasa en nuestro país que después de tantos años de la guerra contra el narco las cosas se han desdibujado y la gente ya no se sorprende, especialmente en lugares donde se ha ensañado la violencia: Veracruz, Coahuila, Guerrero. En Páradais hablo de esta violencia espectacular, pero también de la feminicida, la doméstica, de más corto alcance y más discreta. Buscaba ponerla frente al lector y que de nuevo se volviera terrible, asqueante.
—Llama la atención que lo logras a través de dos protagonistas… bastante jóvenes.
Son personajes desagradables, adolescentes que, en apariencia, son opuestos. Uno (Franco) viene de una clase privilegiada y el otro (Polo) de un pueblo que ha sido infestado por el narco y realiza un trabajo humilde que odia; aunque no se aprecian el uno al otro, acaban teniendo una especie de dualidad, convirtiéndose en una pareja dispareja. No podía imaginarlo de otra manera. Quería abordar este tema con adolescentes porque me interesa cómo se empieza a gestar el comportamiento agresivo y esto, a menudo, sucede en esta etapa. Me parecía que, naturalmente, la adolescencia es la edad en que uno siente que tiene un vacío interior muy fuerte.
—Además, Polo y Franco no se responsabilizan de sus actos, siempre culpan a los demás. ¿Es un síntoma que marca a nuestra sociedad?
La intención era abordar la violencia directa, como lo es disparar o enterrar un cuchillo en el pecho de alguien. Pero también visibilizar la cobardía que hay en estas personas que, aunque cometen actos horribles, se lavan las manos. En nuestra sociedad veo la incapacidad de aceptar la responsabilidad. La corrupción se alimenta de este tipo de situaciones, como decir: “Yo no hago nada malo, solo le doy dinero al policía de tránsito para que no me multe, pero soy una buena persona”. Es esta actitud la que constantemente se ejerce.
—Y que también se refleja en casos como el de Félix Salgado Macedonio, acusado de acoso y violación y sin embargo aspirante al gobierno de Guerrero.
Claro. Imagínate cómo no escribir un libro sobre la violencia sexual cuando es probable que tengamos a un gobernador acusado de estos actos y se desdeñan las denuncias. Las víctimas quedan borradas, nulificadas, porque hay gente que sigue pasando por encima del bienestar de las mujeres. Está cañón, pero este es el país donde vivimos. No le damos importancia a estas cosas, las desestimamos como un problema político, en lugar de presentarlas como un imperativo, como algo que moralmente ya tendríamos que estar resolviendo. Esa es una de las caras más fuertes de la impunidad.
—Que prevalece y delata una cultura machista.
La verdad es que no me extraña nada que en nuestro México feminicida se ponga siempre por encima la reputación de un hombre poderoso, por cuestionable que esta reputación sea, antes que la seguridad, la integridad y la credibilidad de las mujeres. El apoyo del Presidente a esta candidatura y los argumentos tan pobres que esgrime son un síntoma más del arraigo del machismo en nuestra cultura, ese arraigo que cotidianamente experimentamos las mujeres en todos los ámbitos de nuestras vidas, con impunidad casi total. La clase política podrá decir lo que quiera, podrá llenarse la boca de palabras de apoyo hacia las mujeres, hacer bonitas celebraciones con motivo del 8 de marzo, declararse aliada de la causa feminista, pero acciones concretas como estas dicen más que las palabras. Y lo que dice es justo lo que ya sabemos: que, para ella, las mujeres solo somos ciudadanas de segunda categoría, botín de guerra, y que la violencia contra nosotras es natural, meros daños colaterales.
—En tu novela aparece esa delgada línea entre el deseo sexual y la agresión criminal, que en ocasiones se cruza.
Busqué ser muy cuidadosa con esto porque tampoco se trata de banalizar el deseo masculino en general, ni de cualquier género. Desde Freud, vemos que hay un componente muy fuerte de agresión y muerte en el deseo sexual. Sin embargo, hay momentos en que esto se vuelve patológico, como en el caso del personaje Franco Andrade y como en muchas personas más, sobre todo en hombres. No todos los hombres matan para satisfacer el deseo, pero es cierto que la cultura nos ha impulsado a darle un papel mucho más agresivo a la sexualidad masculina. Se nos ha enseñado que la femenina debe ser pasiva, como si las mujeres no pudiéramos ser responsables de nuestro propio deseo y nuestros cuerpos.
—Tus libros también nos dejan ver que el narcotráfico es una especie de plaga que invade pequeñas comunidades y las devasta. ¿Sucede algo similar con la gentrificación?
Así como quería establecer un paralelismo entre la vida de Franco y la de Polo, cómo ambos se decantan por la violencia a pesar de tener orígenes distintos, el paralelismo se extiende a los lugares donde habitan. El narco como lo llegamos a ver en Veracruz, al mando de los Zetas, del Cártel del Golfo y, ahora, del Cártel Jalisco Nueva Generación, enseña que son organizaciones que trascienden lo local; son trasnacionales. Lo he equiparado con el fenómeno de las tiendas de conveniencia: se establecen, devoran al mercado, se apropian de los recursos y marcan sus propias reglas. Y sí, las empresas trasnacionales que gentrifican, funcionan un poco de esta manera, con la voracidad de los empresarios de bienes y raíces que expulsan a los habitantes de sus comunidades para hacerse de esos terrenos y venderlos a una barbaridad. Es la misma actitud predadora.
—Otro aspecto que acompaña a tu obra es el misticismo. Lo vemos con la Bruja en Temporada de huracanes y la Condesa Sangrienta en Páradais, quienes nos plantan en una realidad donde los vivos asustan más que los muertos.
Me gusta mucho introducir elementos sobrenaturales en mis historias. Es una marca de haber crecido en Veracruz, donde siempre hay alguien contándote historias que espantan. Además, allá la gente tiene creencias espirituales muy particulares, puedes ser católico y estar convencido de que necesitas una limpia cada viernes. Tiene esta mezcla de creencias animistas, heterogéneas, que combinan el catolicismo con la santería; es muy común y me encanta agregarlo. Estos elementos no son para añadir un efecto de terror sino un símbolo. La Condesa Sangrienta, en Páradais, y la Bruja, en Temporada de huracanes, son metáforas de mujeres poderosas que producen miedo en los hombres.
—Temporada de huracanes se tradujo a quince idiomas. ¿Qué impresión causa en otros países la violencia que narras?
En Europa, donde he tenido más contacto con los lectores, hay dos reacciones: ver en esta violencia desatada una suerte de realismo mágico, como si yo estuviera exagerando porque hay muchas personas que tienen una visión de un México tranquilo, muy pacifico; vienen a Tulum y se la pasan a toda madre y bailan con todos los del pueblo: “Miren qué bonito es, aquí no pasa nada”. Descubren México como un lugar muy hermoso y, en ocasiones, les parece chocante la otra visión que presento. Por otro lado, están las personas que reconocen esta violencia “mexicana” pero que al mismo tiempo son incapaces de verla en sus propias sociedades, a pesar de que existe.
—Así como la violencia de género está presente en el mundo, también ha surgido una generación de escritoras latinoamericanas que están en un primer plano. ¿Qué representa para ti pertenecer al grupo?
No es que las mujeres apenas estemos escribiendo sobre la violencia de género o que estemos irrumpiendo con prosas distintas. Desde los años cincuenta, en Oficio de tinieblas de Rosario Castellanos, ya se hablaba de la violencia contra la mujer indígena, contra la que no puede ser madre; tocaba unos temas crudísimos y muy pertinentes. Lo que pasa ahora es que, a nivel internacional, hay un gran interés por escuchar historias narradas y estelarizadas por mujeres; hay una mayor apertura para considerar literatura a historias escritas por mujeres sobre mujeres. Hasta hace poco, alguien que se dedicara a narrar el terror como Mariana Enríquez era considerado como un autor de poca monta. Me siento feliz de pertenecer a esta generación: escribiendo tan chingón y tan rudamente. Me alegra que tengamos tantos lectores por el mismo motivo. Son propuestas que valen mucho la pena. Pienso en Mariana Enríquez, en Samanta Schweblin, Alejandra Costamagna, Gabriela Cabezón Cámara, escritoras que admiro, y estar a su lado en foros, a un nivel horizontal, es como un sueño: a veces no me lo creo.
—¿En algún momento de tu vida literaria te imaginas sin esa rudeza, sin esa crueldad en la prosa?
Hace poco escribí un texto muy corto, muy personal, acerca de lo que fue separarme de mi hijastra. Ahí no hay violencia. Sin embargo, hablo de un tema que es doloroso, y me interesa que el lector sienta ese dolor y, por lo tanto, me veo en la obligación de herirlo con palabras. Si hablamos de violencia como una forma para no dejar al lector indiferente, marcarlo y dejar alguna huella en su conciencia, seré violenta. No me gusta la literatura que te deja indiferente. Prefiero, como dice Kafka, la literatura que es como un hacha que rompe el mar congelado que llevamos dentro. Aunque en un futuro me aleje de los temas crudos, quiero seguir causando esas marcas.
—¿Qué tan violenta es Fernanda Melchor?
Escribo de la violencia porque me preocupa verla, haberla sufrido y, al mismo tiempo, perpetuarla. Reconozco que en muchas ocasiones he sido una persona violenta, he reproducido los actos de los que he sido víctima. Escribo ficción porque lo que uno hace es prestar sus emociones más oscuras a los personajes, que al final son seres que nos habitan.
AQ