Y en toda el alma hay una sola fiesta
Antonio Machado
Cada tanto veo Phantom Thread (2017) como ritual, por la nostalgia que me despiertan un par de escenas. Aunque es una la que me atrapa. El estricto diseñador de modas Reynolds Woodcock rechaza la invitación de su joven esposa, Alma, para salir en víspera de año nuevo a bailar. Ante la negativa ella se arregla y sale sola. El impaciente modista garabatea diseños en casa, hasta que decide buscarla en el gran barullo del mundo que festeja su reinicio. Ella festeja entre desconocidos. Después del encuentro Reynolds la toma del brazo y la jala fuera. Es un estrepitoso fin de fiesta. En los últimos minutos del filme escuchamos a Alma narrar sus sueños, la seguridad con que ve el futuro junto a Reynolds. Vemos en algún momento a la pareja bailando en silencio, abrazados en medio de un gran salón, en el que ya se barren globos y serpentinas y sólo quedan un par de parejas. Alma luce un vestido similar a uno de los garabatos de Reynolds. Otro fin de fiesta.
Hace tiempo que las fiestas no me despiertan la alegría de antes, la emoción de ir en busca de algo (¿de qué? misterio de la noche, impronunciable). Pero sigo yendo, pero las sigo haciendo. Ritual y máscara, liberación y promesa: las fiestas son pequeños paréntesis que logramos arrancarle al engranaje ciego de la vida. Cumpleaños o ascensos, bienvenidas o despedidas, publicaciones o aceptación a un posgrado, mudanzas, las excusas sobran. “Hay que festejarlo” es una oración a flor de labios, porque buscamos un escape, un motivo para estar juntos, para chocar copas. Pero todo supone reglas, orden, planeación, y ahí es donde el mundo se me descompone.
Organizar una fiesta me excede. Me imagino que cualquier cosa puede hacer que salga mal. Por eso es mejor asistir que organizar. El inicio es lo peor: la lista de invitados. Las categorías y conceptos quedan siempre cortos, se superponen, limitan y expanden al mismo tiempo: amigos y familia, colegas y conocidos, amigos de amigos que quizá queremos más cerca, dos o tres personas “por compromiso”, algunas personas no tan cercanas pero que se ofenderían de no ser invitadas, quienes no pueden verse entre ellos pero sería un error no invitar... En los últimos tiempos noto los cambios en mis propias listas: viejos amigos que ya no entran, caras nuevas que se hacen recurrentes, nombres que quizá escriba una sola vez.
Leo una de las ‘intervenciones’ de Michel Houellebecq. El pesimista escritor francés no ve motivos para juntarse, le parece hipócrita pensar en pasarla bien o divertirse. Cree que el único motivo es hacernos olvidar lo animal que hay en nosotros: la certeza de nuestra soledad y finitud; o peor: son una mascarada, sólo sirven para el cortejo. Desconfío por principio del pesimismo houellebecquiano, por egoísta, por intelectualizar el instinto, por reducir al estertor sexual todo el juego sin instrucciones de las fiestas.
En la fiesta encuentro otra cosa —sea buena o mala—: la posibilidad de crearnos otro yo. Mi ansiedad inicial se relaja: es cosa de un par de tragos, de que pasen unas horas, de ir rodando entre grupos. Lo veo en otros y en mí: las risas que llenan la sala, las conexiones improbables, los rencores que disipa estar en grupo, los cigarros o risas compartidos con aquel a quien hace tiempo no podíamos ni saludar. Toda fiesta supone una sutil cacería prevista entre el baile y la conversación, una camaradería lúdica en torno a lo que se puede decir sobre los otros (inmejorable lugar para hacer rodar el rumor, para enterarse de lo inaudito, para atestiguar incluso el nacimiento del chisme).
Y aunque disfruto el desarrollo de la velada, es su final lo que me intriga. Cuando mi casa se vacía de a poco, cuando las conversaciones ya no tienen que hacerse a gritos porque el cuchicheo basta, y se van juntas improbables parejas, cuando la música ya es muy alta para los pocos invitados que quedan o alguien busca servirse un último trago, casi siempre sin hielo. Ese rumor de los adioses me hace recordar el poema de Roberto Juarroz: “En el centro de la fiesta / está el vacío. / Pero en el centro del vacío / hay otra fiesta”. Infinitas fiestas de la memoria, que las hace eternas, en pasado y presente al mismo tiempo.
Cada año es lo mismo, me prometo no recibir a más personas en mi pequeño departamento, evitar las decenas de botellas vacías, los vasos rotos, el olor a cigarro, las quejas de los vecinos, el hurto hormiga de algunos libros. Pero me engaño, sé que todas las fiestas están por hacerse. Quizá al final todo es una excusa para propiciar el encuentro, uno solo, anhelado y entrevisto a lo largo de la noche, para terminar como en aquel poema de Cortázar: “nos quedábamos los dos / entre vasos vacíos y ceniceros sucios”. Para llegar a ese fin de fiesta que anuncia el comienzo de otra, para darse cuenta de que en el centro del vacío sí hay otra fiesta y no hay forma de que algo salga mal.
Julio González es ensayista y editor de 'Nexos'.
AQ