Francisco Brines: el corazón sagrado de la poesía

In memoriam

El pasado 20 de mayo murió el poeta de Insistencias en Luzbel, de quien ofrecemos la siguiente semblanza realizada desde el afecto y la admiración.

Brines celebra desde su casa el Premio Cervantes en esta foto de 2020. (Foto: Natxo Francés | EFE)
Carlos Rubio Rosell
Madrid /

Poeta de la intimidad interesado por el profundo misterio de la vida, Francisco Brines indagó a través del yo de la poesía la naturaleza sagrada de la borrosa identidad humana para tratar de iluminar la oscuridad de sus honduras.

Nacido en Oliva, Valencia, en 1932, sus primeros poemas, escritos en la adolescencia, le depararon una experiencia mágica solo comparable al entonces también nuevo y prácticamente inédito uso sexual del cuerpo. Aquel muchacho, contaba él mismo, se descubrió muy pronto creador de una realidad acontecida en la palabra escrita y esa ilusión, decía, nunca fue tan grande como en aquellos lejanos años, cuando sintió la emoción más plena del encuentro en soledad con la experiencia poemática, la cual selló su existencia y le otorgó un personal destino al que ya nunca dejó de ser fiel a lo largo de sus 89 años de vida.

La poesía fue así su fortaleza y a los 18 años, comenzó a darle forma a su primer libro, titulado provisionalmente en aquel inicio Dios hecho verso y que, transcurridos diez años de escritura secreta, apareció por fin bajo el título de Las brasas, obra que le valió el prestigioso Premio Adonais en 1959, consagrando de inmediato una voz poética que, desde entonces, como señaló el poeta y editor valenciano Sergio Arlandis, “se caracterizó por la intensa y reflexiva captación de los efímeros momentos que el mundo, la vida y la realidad en sí deparan al sujeto vivencias, siempre con la atenta vigilancia de la inescrutable ley de la existencia: la muerte, la nada y el olvido —progresivamente— como finales reductos del tiempo”.

A partir de ese momento, su obra configuró tres etapas: una primera caracterizada por la celebración de los sentidos que va desde ese primer poemario hasta el volumen Palabras a la oscuridad, publicado en 1966, pasando por El santo inocente de 1965; una segunda etapa que comienza con Aún no (1971) e Insistencias en Luzbel (1977), donde impera una “mirada nocturna” y una mayor carga reflexiva; y una tercera etapa, que incluye los poemarios El otoño de las rosas (1986) y La última costa, de 1995, donde predomina la mirada “crepuscular” y con ella lo que Arlandis aprecia como la exaltación vital y el goce de los sentidos como vía de una experiencia insuficiente pero estrictamente humana.

Finalmente, se pueden agregar tres grandes antologías, donde se da cuenta de la profunda organicidad de la poesía de Brines: Poesía completa (1960-1977) y Ensayo de una despedida (1997), editadas por Tusquets, este último volumen en el que se incluyó un pequeño grupo de Poemas excluidos fechados en 1984, a los que en la reedición de 2006 se agregaron cuatro poemas nuevos: “Salvación de una madrugada”, “Creados a su semejanza”, “Romancillo del pasado” y “La mirada del pintor”, y Entre dos nadas, una antología consultada y consensuada con el propio Brines, con prólogo de Alejandro Duque Amusco publicada por Editorial Renacimiento.

Poeta de gran lucidez, precisión y claridad expresivas, Brines persiguió en su obra una verdad poética que alcanzó mediante una voz personal más allá de cualquier otra exigencia. El poeta, expresaba, escribe por necesidad, desvela y penetra la alegría, el misterio, el azar o el dolor; es decir, la vida profunda.

“La poesía que más me interesa”, afirmaba, “es la que habla de la vida, la que me habla de este entrañable y extraño mundo”.

Y es que para Brines, la poesía se ejercía desde la soledad y la libre disponibilidad del tiempo, que puede encontrarse en la más arraigada de las disipaciones, los hábitos burgueses, los ámbitos de santidad o, acaso, revolucionarios o intensamente neuróticos, porque la poesía era para él “siempre una imposición de sí misma”.

“El poeta no debe obedecer a ninguna autoridad, ya que en su imprevisión está la riqueza de su potencia”, observaba.

Con el ejercicio poético, Brines no pretendía hallar ninguna piedra filosofal, sino dar testimonio de la sucesiva ruina y esplendor del tiempo, hacer sensible la dolorida o gozosa señal que yace oculta en la carne del hombre. Por eso no le interesaron jamás ni los grupos literarios ni las guerras estéticas, y ante ellos defendía en cambio la libertad total de decir y ser como patrimonio del artista. “De ahí se desprende que las guerras estéticas”, señalaba, “no deben hacerse frente a los demás, que a la postre nada impiden, sino frente a uno mismo (en el sentido de la arriesgada y propia emulación)”.

La poesía en Brines fue, tanto en él mismo como hacedor como en quien la recibe, primordialmente un acto de intensidad que cumple una función exaltadora de la vida, y en ese oficio puede haber, consideraba, poetas cuya misión es hacer la luz en el mal, porque “la poesía puede dejarnos más cerca de lo humano desconocido”.

Sitio de retorno y fidelidad, lugar donde experimentó la continuidad de todas sus edades, símbolo del mundo y primer mirador desde el que descubrió la vida, su casa de Elca fue la encarnación de lo mejor de su naturaleza humana. Enclavada en un ámbito celeste y rodeada de la perenne juventud de los naranjos que dominan sin altivez un ancho valle abierto al mar Mediterráneo desde una ladera del pueblo valenciano de Oliva, Brines encontró en esa casa blanca y grande donde nació su refugio final. En los amplios salones de suelos de damero blanco y negro de ese lugar, entre docenas de obras de arte y muebles antiguos, conocí al Brines amigo, íntimo, sencillo y elegante, discreto y sabio, tierno y dulce, incisivo y conciso, atento y generoso. A veces, en el sopor del caluroso verano de la costa, los jardines eran el refugio perfecto de su tranquila conversación y, en el invierno, junto al fuego de la chimenea, la charla vespertina podía derivar a los poetas clásicos, de Homero, Ovidio, Virgilio y Catulo, a Dante, Petrarca y los románticos Byron o Yeats, pero también a sus grandes pasiones más cercanas: Juan Ramón Jiménez y Luis Cernuda, y sus más entrañables querencias: Carlos Bousoño y Claudio Rodríguez, sus amigos y contemporáneos, sin descontar sus afinidades americanas: Jorge Luis Borges, Octavio Paz o José Emilio Pacheco. Algunas veces, la cita terminaba en la corona de la tercera planta, donde una gigantesca biblioteca lo colmaba todo y su conversación se extendía durante horas, hojeando obras, citando versos, abriendo su corazón a los detalles de la vida.

Ya en las despedidas, era costumbre suya confiar al amigo una máxima: su gratitud a cada lector de su poesía por el generoso tiempo dedicado a la lectura de su obra, “tiempo que no me pertenece”, decía, pero que daba cumplimiento al encuentro con su vida:

        Busqué el azul, perdí la juventud.

        Los cuerpos, como olas, se rompían

        en arenas desiertas. Hubo amor

        en el rincón florido de un jardín

        clausurado. Y quise hallar palabras

        que alguien pudiera amar, y me valieran.

        Voy llegando al final. Ciega mis ojos

        un desolado azul iluminado.


Descansa en paz, maestro.

ÁSS

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