Por esos días me hospedaba en una casa de la Universidad de Cambridge, a un par de cuadras de Saint John's College. En este colegio me había citado el profesor Frederick Sanger, pues, según me dijo más tarde, le traía buenos recuerdos regresar de vez en cuando al sitio donde cultivó sus pinitos en bioquímica. Luego se mudó al célebre Medical Research Council (MRC), semillero de premios Nobel. Fred es parte del reducido grupo de personas que han obtenido dicho galardón dos veces. Marie Curie, Linus Pauling y John Bardeen son los otros tres.
El gigante de la genética temprana, padre de la genómica, me advirtió mientras caminábamos: “De las tres actividades que involucra hacer ciencia (razonar, conversar, realizar), prefiero la última, donde me siento como pez en el mar. Pensar no me cuesta trabajo, me convierto en una rana saltarina, pero si se trata de hablar, soy una tortuga fuera del agua”. Espigado, si bien de estatura regular, tenía esa mirada de las personas diligentes, mesuradas, astutas.
Cuáquero pacifista, fue objetor de conciencia durante la Segunda Guerra Mundial, así que cumplió con su deber humanitario conduciendo ambulancias, al mismo tiempo que continuaba sus estudios de doctorado. Su genuina modestia lo llevó a rechazar el título de Caballero del Imperio Británico, distinción que se otorga gracias a alguna aportación significativa en favor de la sociedad, aunque él aseguraba no haber tomado semejante decisión por argumentos pacifistas, sino porque le molestaba la idea de que ya no lo llamaran Fred, sino “sir Frederick”. Me miró, arqueó sus cejas, movió su larga nariz y sonrió.
Su primer Nobel de Química lo recibió en 1958 por haber descubierto la manera como las proteínas forman estructuras vitales, por ejemplo, la insulina. Consiguió precisar la secuencia que siguen los bloques fundamentales para formar esa y no otra molécula. Eligió este compuesto biológico por obvias razones médicas, pero también porque resultaba fácil adquirirlo en la farmacia de la esquina, incluso en 1943, me aseguró Fred. Al cabo de doce años de investigación meticulosa encontró la solución. Tres años después ganó el premio de la Academia Sueca de Ciencias. Sin embargo, esto no significó un punto culminante en su trayectoria. “Una noticia de esa magnitud puede conmocionarte, confundirte, hacerte sentir acabado”, agregó, “yo pensé que, luego de la incredulidad y el júbilo, había que situarse como si estuvieras enfrentando un revés. No debía quedarme lamentando, es decir, festejando, sino buscar otro tema de investigación que me alejara de la complaciente postración”.
Y lo encontró en la década de 1970. Rodeado de genios estudiando el ADN y su expresión genética (Francis Crick, Aaron Klug, Max F. Perutz, James Watson), el gran desafío era encontrar el orden correcto de las bases Adenina, Citosina, Guanina y Timina. Entonces, a lo largo de quince años él y sus colaboradores inventaron un primer método para secuenciar ADN. Así obtuvo su segundo Nobel de Química en 1980. Gracias a ello fue posible dar inicio al Proyecto del Genoma Humano diez años después. De hecho, su método se sigue empleando hoy en día. Por sus hallazgos trascendentales al estudiar los tres polímeros de la vida (las proteínas, el ARN y el ADN) puede considerarse el químico más importante del siglo XX.
A los pocos días de este primer encuentro fue inaugurado el Instituto Sanger, dedicado a la investigación en genómica, patrocinado por Wellcome Trust. El 4 de octubre de 1993 fue, sin duda, un día muy especial para él, me confesó en otra ocasión. Me había citado esta vez en el MRC, en cuya entrada se exhibía un modelo a gran escala de la doble hélice en espiral del ADN. Al pasar por ahí Fred me contó que, no hacía mucho tiempo, las autoridades de la ciudad habían realizado una ceremonia en el porche de la casa de James Watson, en Cambridge, con objeto de develar una réplica de la misma hélice, ¡solo que la espiral giraba hacia la izquierda, mientras que en la realidad lo hace hacia la derecha! ¿Rumor o verdad? La cosa es que la pieza de metal fue retirada meses más tarde. A los 65 años de edad Fred dejó la investigación para dedicarse a cultivar rosas en el jardín de su casa de Cambridge, aunque nunca rehusó guiar a jóvenes entusiastas y creativos que se acercaron a él. Algunos de ellos también ganaron el Nobel.
AQ