A pesar de que muchas propuestas filosóficas de la segunda mitad del siglo XX provinieron en gran medida del estructuralismo o reflexiones afines, en el desgastado campo reflexivo del pensamiento marxista no dejaron de surgir intervenciones pertinentes y, a veces, originales. Quizá la más destacada por su amplitud y agudeza sea la realizada por el crítico norteamericano recientemente fallecido, Fredric Jameson (1934-2024).
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Con una larga trayectoria académica y una obra heterogénea y amplia, Jameson renovó al marxismo, arrancándolo de la visión dogmática y mostrando, en una operación de canibalismo epistemológico, que el valor de teorías no “revolucionarias” podía ser parte de una reflexión profunda y más comprensiva del abrumador momento histórico actual, dominado por un capitalismo en ampliación constante —cuántico y babilónico, añadiríamos. En el centro de su visión, Jameson colocó la dicotomía modernismo/postmodernismo que entraña la oposición entre, por un lado, apriorismo, maestría, pluralidad, síntesis y, por otro, pastiche, improvisación, nivel medio “democrático” y conocimiento depauperado. Con esta dicotomía caracterizó la evolución económica contemporánea y, al mismo tiempo, los cambios fundamentales en la cultura y en la creación. Mostró que el temple crítico, rebelde, refinado y cosmopolita de las grandes obras de la modernidad —hoy institucionalizadas— contrastaba con el ingenuo realismo decimonónico y con el proceso de vulgarización, sospechosamente realista, de lo que hemos llamado “muerte de la obra de arte” y apuntó que estas categorías no influyen en “segunda instancia”; son determinantes para comprender el mundo contemporáneo. Así, trastocó el rígido esquema marxista revelando que la “superestructura”, el mundo de los signos, está en el meollo de los grandes cambios sociales o, en otros términos, lo ideal resignifica lo real.
Al revalorar de manera plena a Saussure y Freud y reiterar la actualidad de Adorno — y, a través de él, de Hegel—, Jameson afirmó la esencialidad de la novela y la poesía como lugares privilegiados de reflexión honda y creación de utopías. Lo decisivo es que en este punto surge la posibilidad de rediscutir el callejón al que ha llegado una buena parte del arte contemporáneo y, en particular, la poesía. El postmodernismo arrojó a la creación a un nivel bajo y deplorable en nombre de su fobia antimodernista y de la transformación de la vivencia estética en un acto de compra y venta en supermercados culturales. También minimizó la actividad crítica o la volvió una cadena de extrañas sincronías superficiales. La visión de Jameson, con su economicismo estético o su esteticismo de la causalidad económica, nos ayuda a mirar de una manera nueva cómo la poesía responde a cuestiones esenciales de la vida, ya que establece correspondencias iluminadoras como las que hay en los radicales poemas de William Carlos Williams y su purificación en la idiosincrasia norteamericana. Quizá lo que a Jameson le permite realizar este extraño ejercicio de reintegración teórica es la resiliencia del sujeto, la huella digital única, no obstante su desintegración en múltiples “yos” y la inevitable totalidad ausente.
AQ