En El futuro de la nostalgia (2015), la pensadora de origen ruso Svetlana Boym explora cuidadosamente el origen, historia, funciones y contextos de la nostalgia en las sociedades antiguas, modernas y contemporáneas. La “añoranza del hogar” es el significado etimológico de la palabra, pero con el tiempo la experiencia nostálgica ha sido considerada como una enfermedad, un estado de ánimo, una ilusión. La inmigración masiva, las revoluciones sociales, las catástrofes o las guerras, señala la autora, suelen producir “pandemias de nostalgia”, y este sentimiento puede no solo estar referido al pasado remoto o reciente, sino también puede relacionarse, paradójicamente, con el futuro.
Ese es quizá el enfoque que puede ayudar a comprender cómo la añoranza de tiempos mejores y la esperanza de nuevas normalidades futuras alimentan los espíritus nostálgicos de nuestro tiempo. A dos años de encierros, vacunas y aislamiento social como medidas obligadas para enfrentar la pandemia del covid-19 en todas sus variantes, la sensación de ansiedad, hastío emocional y fatiga social y política, son los fantasmas que recorren con distintas intensidades poblaciones y territorios del mundo contemporáneo. Causas, consecuencias y confusión forman una madeja tejida atropelladamente en los últimos años, una red de tensiones que configura la base subjetiva y sociocultural de la nueva pandemia de nostalgia que se esparce sin pausas pero sin prisas por todos lados.
Uno de los efectos visibles de esta prolongada combinación de crisis sanitaria y económica ha sido el incremento exponencial de nuestras incertidumbres y la multiplicación de las pérdidas individuales y sociales. La gestión sanitaria ha significado también la gestión de la muerte: más de 300 millones de contagios, 5 millones de muertos, enfermos con secuelas graves o de lenta recuperación, desempleo masivo, abandonos escolares en todos los niveles de los sistemas educativos, niños huérfanos, ancianos abandonados, forman parte de los recuentos básicos de estos tiempos malditos. En esta prolongada trayectoria de pérdidas, la depresión, la melancolía y la nostalgia son emociones que gobiernan el ánimo cotidiano de no pocos estratos y grupos sociales.
A lo largo y ancho de este ciclo de pérdidas constantes e incertidumbres acumuladas, las voces de la ciencia, la literatura y las artes expresan de modos distintos esperanzas y nostalgias edificadas sobre las arenas movedizas del presente. Son voces diversas, concentradas en distintas percepciones y con diferentes propósitos. Desde la esquina del piso duro del rock clásico, por ejemplo, Neil Young y Eric Clapton registran, a sus 76 años, desde el encierro obligatorio, sus impresiones de época con dos discos recientes: Barn (Reprise, 2021) y The Lady in the Balcony. Lockdown Sessions (Mercury/Universal, 2021), respectivamente. Ambas obras son un par de piezas sueltas del espejo fragmentado de la crisis. Una refleja el peso de la soledad; la otra, el de las pérdidas. Una se refugia en las sombras del pasado remoto y reciente; la otra, en la imaginaria reinvención de tiempos mejores. Ambas se alimentan de la “ética de la nostalgia” de la que habla Boym, esa “nostalgia reflexiva” que permite imaginar, legítimamente, pasados y futuros como re-hechuras de algunas certezas básicas.
Young volvió a reunir a parte de su banda original (Crazy Horse) para grabar un puñado de canciones elaboradas a lo largo del 2020 y comienzos del 2021. Recorre sus temas habituales sobre el amor (“Don't Forget Love, Shape of You”), la identidad (“Canamerican”), los hallazgos y las pérdidas (“They Might be Lost”). Pero también recupera los territorios cruzados de la nostalgia y la esperanza (“Welcome Back”), los elogios a la vejez y a la resistencia (“Tumblin' Thru The Years”), la reiteración de los ciclos vitales, los motivos y las razones de la existencia (“Song of the Seasons”). Fiel a su estilo minimalista y austero, Young y sus tres acompañantes (Ralph Molina, Nils Lofgren y Billy Talbot) ejecutan con la simpleza de largos requintos melancólicos, una batería discreta y un bajo casi imperceptible, cantos hechos desde la soledad de un viejo granero campesino, lejos de la ciudad, perdido en el horizonte de algún paisaje bucólico californiano.
Before your computer turns on you/ and walking through the garden/ you remember something you've been through/ and mingle with the stars in the sky
El ciclo de activismo ecologista feroz y del antitrumpismo de Young entra en pausa al escuchar las 10 canciones incluidas en Barn. El oficio de un músico experimentado se filtra a través de las letras y notas que gobiernan el tono crepuscular del disco, en un esfuerzo por reinventar el pasado frente a un presente marcado por la ansiedad, la incertidumbre y el silencio. La experiencia sedentaria de la pandemia ha dejado huellas en el disco número 50 de la larga trayectoria del rockero canamerican, mezclando impresiones con ilusiones gobernadas por la voz melancólica de aquel joven veinteañero que cantaba con Buffalo Springfield el epitafio de los años sesenta: “For What It's Worth”.
Clapton ofrece por su parte The Lady in the Balcony, un ejercicio terapéutico derivado de la abrupta interrupción de su gira 2020/2021 en Europa y los Estados Unidos debido a la pandemia. Al igual que Young, Clapton incluye solo a tres músicos como acompañantes: Chris Stainton (una leyenda del rock, tecladista que ha acompañado a músicos vivos como Steve Winwood, o ya difuntos como Jim Capaldi, Joe Cocker o Leon Rusell), a Nathan East en el bajo, y a Steve Gadd en la batería. El disco incluye una versión espléndida de “Black Magic Woman” (hecha famosa por Santana en los años setenta), y nuevas versiones de canciones como “After Midnight” (de J.J. Cale), “Rivers of Tears”, “Layla”, o “Kerry”. Es un disco en tono acústico, grabado en la sobriedad de un estudio modesto, en la soledad del aislamiento pandémico, en West Sussex, Inglaterra. Las 17 canciones incluidas son el recuerdo de recorridos sonoros pretéritos asentados sobre los viejos rieles del largo tren claptoniano.
Los ecos lejanos de The Yardbirds, Cream o Blind Faith resuenan en los acordes de la guitarra acústica de Clapton, evocando la fuerza del blues que inspiró al guitarrista desde muy temprano. Lejos de las multitudes y del sonido espectacular de la guitarra eléctrica Stratocaster que solía llevar a sus conciertos, el joven “mano lenta” que muchos creían que era dios en los años sesenta y setenta, reaparece al inicio de la tercera década del siglo XXI conservando la habilidad de sus experimentados dedos y muñecas en “Bell Bottom Blues” o “Man of the World”. A pesar de los problemas artríticos en sus manos y de la sordera que le aqueja desde hace tiempo, Clapton el viejo aún conserva el toque mágico de una inspiración a prueba de balas.
Es posible que las ansiedades de estos tiempos sombríos se reflejen en las prácticas y los imaginarios emocionales de los rockeros clásicos que todavía componen y ejecutan canciones, “hijos de la guerra” (la Segunda Mundial, por supuesto), personajes que han vivido tiempos peores y mejores. También es probable que los que les hemos seguido la huella a lo largo de los años veamos reflejadas nuestras propias impresiones en sus discos. Pero con la experiencia pandémica, la búsqueda urgente de soluciones se ha combinado con el pesimismo sobre el futuro en el corto y mediano plazo. El encierro obligatorio es una experiencia de secuelas y emociones que dejarán cicatrices perdurables durante un largo tiempo en los individuos y las sociedades a las que pertenecen. Si hay algo de cierto en eso, Young y Clapton se han unido a otros miembros de su generación como Van Morrison y su Latest Record Project, vol. 1 (Exile/BMG, 2021) para tratar de seguir los registros de un tiempo líquido cuyas aguas revueltas y oscuras configuran nuevamente la vieja sensación de que todo lo sólido se disuelve en el aire.
AQ