La culpable infancia

Bichos y parientes | Nuestros columnistas

El trato paternalista y las formas de campaña política que no se dirigen a interlocutores sino a masas en minoría de edad, inciden en la infantilización de la sociedad.

Tratar a otro, o dejarse tratar como infante, significa borrar la dignidad humana. (Generada con DALL E)
Julio Hubard
Ciudad de México /

El Diccionario de la Real Academia define “infante” de estos modos: “Niño de corta edad; o hijo legítimo del rey, pero no heredero directo del trono, o hijo legítimo del príncipe de Asturias, o pariente del rey que por gracia real obtiene el título de infante o infanta; soldado que sirve a pie”. Toma como sinónimos la niñez y la infancia: el período de vida desde el nacimiento hasta la pubertad; la puericia es casi lo mismo, pero inicia tras la infancia; es decir, una vez que el niño comienza a hablar. Pueril e infantil no son lo mismo. Los distingue el habla. Y es que ese es el significado de infante.

Infans, en latín, significa “el que no habla”. Se compone con un prefijo de negación (in-) y el verbo fari, hablar, pero con un sentido específico: hablar, expresarse ante un público, un foro; dirigirse a otros.

El Diccionario etimológico de chile.net, explica que “hay en latín variados verbos que designan la idea de hablar pero mientras loqui, por ejemplo, sólo remite en origen a la capacidad de emitir un habla articulada, dicere a la capacidad indicativa del lenguaje y el defectivo aio a la corroboración o confirmación, el campo semántico de fari remite muy especialmente a la posibilidad de la recepción del mensaje en público o por el oyente en general”.

“No conocemos la niñez”, dijo Rousseau, admirado por las capacidades de su hijo, las preguntas correctas y un innato sentido moral, antes de malearse en una sociedad corrupta. Y sus cavilaciones acerca de la niñez derivaron en la gran revolución moral de la modernidad: el ser humano es, por naturaleza, bueno. “El niño es el padre del hombre”, dijo William Wordsworth.

La idea de la niñez se favorece de varios modos, en un periodo que inicia con el auge de las burguesías, la Ilustración y, de modo principal y descollante, a lo largo del siglo XIX. Hasta el siglo XVII, lo común en las familias con holgura económica, era que los niños se educaran con nodrizas y tutores. Al poco, se reduce significativamente la exigencia de la participación infantil en la producción económica, principalmente en las ciudades y propiedades burguesas. No del todo: si bien la época romántica da para el Emilio de Rousseau, un niño preparado para ser un ciudadano y caballero, también muestra a Oliver Twist o a Gavroche (Los miserables), el niño huérfano y arrapiezo que en inglés llamaban street urchin, “erizo de la calle”.

La pedagogía y la escolaridad van surgiendo como la nueva obsesión de los estados nacionales, incluso en las américas independizadas, desde Emerson hasta Domingo Faustino Sarmiento (aunque en la América Latina seguimos sin resolver la contradicción educativa que consiste en formar sin poder generar autonomía). El siglo XIX inventa los nacionalismos, para mejor matar, y la educación, para mejor vivir. La educación se convierte en la segunda gran responsabilidad de un Estado, después del monopolio de la fuerza.

El desarrollo de la modernidad está necesariamente inervado por la idea política de la formación de personas libres; es decir: individuos capaces de hablar a otros, expresarse públicamente, en el sentido del latino fari, no solamente del loqui o el dicere. De hecho, es uno de los requisitos necesarios que halla Kant en ¿Qué es la Ilustración? (1784): esa forma imperativa de la autonomía, uno de los más altos momentos de la civilización. Desde su primer párrafo: “La Ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro. Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia sino de decisión y valor de servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro. ¡Sapere aude! ¡ten el valor de servirte de tu propia razón”.

La capacidad de expresarse no es optativa sino coercitiva. Tratar a otro, o dejarse tratar como infante, significa borrar la dignidad humana. Por eso es repugnante la infantilización.

El trato paternalista, los populismos, las formas de campaña o discursos de políticos que no se dirigen a interlocutores sino a masas en minoría de edad, o a un público muy capaz de vítores y ruido, pero no de habla, inciden en la infantilización de la sociedad y, bien que lo saben, conducen a un trato subhumano que debiera resultarnos repugnante. No por la impronta bonachona y fallida de los románticos, sino por la coerción racional de los ilustrados.

AQ

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