Las clases propietarias suelen sentirse amenazadas por los subalternos. Liberales y conservadores decimonónicos pusieron cuantos candados pudieron para impedir la participación política plebeya. También equipararon a las “clases laboriosas” con las “clases peligrosas”, a cuyos miembros llamaban “bárbaros”, “salvajes” y “vagos”. Si de por sí existía temor hacia ellos, agrupados generaban creciente preocupación conforme avanzaba el siglo XIX, más todavía cuando el sufragio universal se extendió hacia las clases trabajadoras tras múltiples luchas callejeras.
A Justo Sierra le parecían inaplicables las disposiciones contenidas en la Constitución de 1857, en particular las referentes al sufragio universal y al régimen político que lo enmarcaba. La eventualidad de la revolución y la inestabilidad conllevaban el riesgo de un golpe militar que acabaría por restringir los derechos concedidos por ésta, razón por la cual debería garantizarse la existencia de un gobierno fuerte y a la vez constitucional, además de la atención de la economía, el principal reto de la nación. A un Ejecutivo débil, la Carta Magna añadió el sufragio universal que permitió la manipulación y la formación de clientelas políticas durante la República Restaurada. Sierra intentó atacar el problema reservando el voto a los letrados. Si consideramos los enormes índices de analfabetismo, la medida obviamente dejaba fuera a la mayoría de los mexicanos y prácticamente a toda la población rural.
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Emilio Rabasa eligió la vía de restringir las garantías individuales, acotando la libertad de imprenta y tratando de extinguir el mecanismo electivo con el que funcionaba la renovación de la Suprema Corte de Justicia de la Nación pues, a su juicio, esta era la única manera de defender la independencia del máximo tribunal. Para ambos, el autoritarismo era el mal menor ante el asedio de los bárbaros al cuerpo político. La democracia se iría filtrando de arriba hacia abajo con el correr de los años y la ilustración de las masas. Con su proverbial vehemencia, Francisco Bulnes justificaría la “dictadura orgánica” en función de que el “fracaso de todas las instituciones se encuentra en la raza mexicana, en su vida, en su historia, en sus vicios, en sus ideales y en sus cualidades”.
La novela realista, la sociología criminal y la filosofía positiva satanizaron en el Porfiriato las conductas populares y experimentaron gran temor hacia la muchedumbre, ponderándola como un elemento disruptivo de la cohesión social; echaron en falta la función moral de la Iglesia, y su capacidad ordenadora de los comportamientos individuales y colectivos; temían el pronunciamiento militar y a “la bola”, su comparsa. Ángel de Campo no escatimó improperios para hablar de las masas populares: “plebe”, “peladaje”, “detritus sociales”; ni tampoco para calificar los sitios donde habitaban: “barrio casi salvaje”, “muladar del suburbio”, sitios todos ellos en donde Zola, quien creía haberlo visto todo, “se desmayaría en ese patio desempedrado, al que forman mullida alfombra las basuras y el estiércol”. Los malos hábitos, especialmente el dispendio y la holgazanería, se incubaron desde la época colonial según José Tomás de Cuéllar, mientras que el ahorro y la iniciativa estaban prácticamente liquidados desde antes que comenzara el periodo nacional signado por “la desproporción entre sus clases sociales”.
Manuel Payno no ahorró adjetivos para describir la violencia de los trabajadores y la conflictividad de la vida barrial; asumió que la ”brutalidad” es intrínseca a la sociabilidad de los subalternos, la pauta de su conducta. El novelista constató la ausencia de objetivos razonables en la multitud, incapaz de trascender la revancha pasajera, consecuentemente inútil, desprovista de sentido. Frente a esta desagradable eventualidad, la doctrina del “orden y el progreso” esculcó su arsenal intelectual en busca de armas eficaces para reducir los daños causados por la plebe. Afortunadamente para Ezequiel A. Chávez los grupos sociales, particularmente los mayoritarios, esto es, los de clase baja, por su natural desunión y subordinación únicamente salen de su esfera “en la hora turbia de las revueltas, cuando en el caos producido flota la escoria social”.
A Bulnes le aterraba la muchedumbre que, desbocada, transformaría la revolución de Madero en una revolución social. De esta manera el periodista y político no dejó pasar oportunidad para probar la aversión natural que mostraba la multitud hacia la democracia o describir su desbordamiento durante la Guerra de Independencia y la Revolución. No había duda de que, ante la inacción del gobierno en materia social, el “peladaje” irrumpía con violencia descontrolada para finalmente volver a lo mismo, o sea, al fracaso de las instituciones, porque la ley de hierro es que la “raza mexicana”, deficiente de suyo por consumir maíz, era irredimible. Con Gustave Le Bon, Bulnes veía en el socialismo y el sindicalismo a los dos grandes peligros de la época. Aquella doctrina política había colocado en primer plano a la soberanía popular, justificando así la barbarie, y había vuelto gobierno al “peladaje”. El zapatismo mexicano representaba a esta indeseable “categoría social”, constituyendo el motor principal de la revolución social que tanto le preocupaba. El problema de éste, como de todo movimiento popular encumbrado en el poder, residía en que las clases subalternas eran incapaces de gobernar, dada su deficiente educación, su precariedad moral, la secular subordinación en que habían vivido y el inevitable afán de revancha que poseían. Es así que “Zapata luchó 9 años por sus principios y que luchó como debía luchar un hombre primitivo, un exquisito troglodita, un refractario a toda civilización en la que se tomara en cuenta algo de lo bueno de la naturaleza humana”.
La reacción de los grupos privilegiados frente a la sociedad de masas de la posrevolución fue el clasismo, una forma de discriminación que incorporaría de manera subrepticia los supuestos racistas, fincando como fronteras sociales la cuna y las costumbres que la cultura oficial intentó minar con el nacionalismo. Rabasa todavía alcanzó a ver antes de que lo alcanzara la muerte en 1930 cómo se tomaban medidas para que los prejuicios sociales, formulados en nombre de la ciencia, tuvieran un estatuto político, legal y profiláctico, pero difícilmente habría imaginado que su perspectiva se proyectara hasta el presente. Ya las manifestaciones públicas y las redes del Frente Nacional Anti-AMLO (FRENAA) habían mostrado el pánico de segmentos de las clases medias y altas hacia la inversión de los roles sociales “naturales” dentro de la patria criolla que es la suya. La elección constitucional de 2024 avivó la virulencia (basta ver el hashtag #QueLesAyudeMorena) y la añoranza por la democracia de los pocos.
Carlos Illades
Profesor distinguido de la UAM y miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia. Autor de ‘Por la izquierda. Intelectuales socialistas en México’ (Akal, 2023) y de ‘La revolución imaginaria. El obradorismo y el futuro de la izquierda en México’ (Océano, 2024).
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