Al arquitecto Louis H. Sullivan, constructor de grandes edificios, se le atribuye el mandato moderno de “la forma debe seguir a la función” (1896), aunque él mismo la refiere a Vitruvio. Unos pocos años después, el arquitecto austriaco Adolf Loos escribía su apasionado ensayo “Ornamento y delito” (1908): “Hemos vencido al ornamento. Nos hemos dominado hasta el punto de que ya no hay ornamentos. Ved, está cercano el tiempo en que las calles de las ciudades brillarán como muros blancos. Como Sión, la ciudad santa, la capital del cielo. Entonces lo habremos conseguido”.
Por supuesto, ninguno dice que la belleza carezca de importancia. Todo lo contrario: son alegatos por un concepto distinto de belleza, solamente que hablan una lengua cuya sintaxis es inversa. Antes del ascenso de los estados políticos, el sujeto solía ser “la belleza” y “la función” el predicado; la modernidad invirtió: el sujeto es “la función”.
La fealdad moderna no es buscada como propósito, pero pareciera. Y suele estar acompañada de una ideología no sólo inconsciente sino que negarían abiertamente sus obreros; el objetivo primordial de una obra pública es la función que ha de cumplir, pero hemos pasado a una suerte de “odio de lo bello” que, según Roger Scruton comienza con el ascenso de las masas y los demagogos a las posiciones gobernantes (Beauty. Oxford, 2009, un magnífico libro, muy conservador; y véase el documental Why Beauty Matters, de Louise Lockwood. BBC). Según Cornelius Castoriadis comienza con Stalin: “a partir de entonces ha reinado la fealdad vacía”, una fealdad no como propósito directo sino como resultado de una ideología que identificaba la búsqueda de belleza con las clases pudientes, la burguesía, los ricos. Una ideología ciega que comparte con el lúcido Loos el odio al ornato, pero que no es capaz ya de hallar lo bello ni como condición, ni como objetivo. “Ya se conocían sociedades humanas de una injusticia y una crueldad casi ilimitadas. Pero no se conocían las que no hubieran producido cosas bellas. No se conocía ninguna que sólo hubiera producido Fealdad” (Ventana al caos. FCE, 2008).
En México, cada régimen ha intentado sus cambios y algunos han intuido la capital importancia de las formas en la trascendencia de sus objetivos; otros no han sido sino charadas, ornatos y cursilería, pero nunca habíamos visto un desprecio tan activo por la belleza. Nos las vemos con una brutalidad de amplio rango. Desde las obras de infraestructura: un aeropuerto repugnante, un tren que arrasa selvas para insertar maquinaria pesadísima y deterioro, una refinería… a estas alturas de la historia. La Fealdad, brutalidad, contaminación llega hasta asuntos que parecen menores, y no lo son: la decisión de la SEP de tratar despótica y despectivamente el trabajo y el talento de los ilustradores para los nuevos libros de texto escolares no es un mero detalle; es el mismo mecanismo de una ideología no enunciada pero paulatinamente visibilizada. Desde las mayores inversiones hasta los detalles menudos de la oferta estatal son una búsqueda activa de la fealdad y de pauperización de las formas.
Como si los animara la suposición de que la belleza es superflua; como si fuera algo que se pone encima, un detalle en el terminado, en vez del origen de la concepción misma de las cosas. Junto, ese despotismo que supone que las cosas de los pobres han de ser pobres. No es solamente una concepción equivocada de la economía: es concepción equivocada de la naturaleza humana. Hacer cosas precarias porque el país es pobre implica la idea de que la pobreza no es una condición accidental sino esencial. Y distingo: hay una serie de ideas geniales (Paul Polak, Gabriel Zaid, Bunker Roy) de diseños baratos para pobres: baratos, no precarios, y además magníficos en su estética. Nadie hace herramientas de ornato. Sin embargo, las buenas herramientas suelen ser un triunfo estético: ese goce que da cuando función, materia y forma son perfectas. Justo esa idea de la belleza como adición, superposición o mero adorno es, además de cursi, dispendiosa. Las vías férreas de un tren no son menos feas si se pintan de colores, ni contamina menos el combustóleo si le ponen esencias de aromaterapia. Las ilustraciones en un libro pueden ser imaginativas, pueden representar conceptos complejos con agudeza cognitiva, o pueden ser pegotes espantosos y distractores, que desbalaguen la comprensión, en vez de ser parte misma de la enseñanza.
AQ