La imaginación obediente

Bichos y parientes

Para escribir un poema, dice Juan de Mairena, es necesario imaginar al poeta capaz de escribirlo. Una vez imaginado, uno puede conservar el poema y tirar el poeta a la basura, o conservar solo al poeta; tirar o conservar a los dos

(Foto. New Scientist)
Julio Hubard
Ciudad de México /

Para escribir un poema, dice Juan de Mairena, es necesario imaginar al poeta capaz de escribirlo. Una vez imaginado, uno puede conservar el poema y tirar el poeta a la basura, o conservar solo al poeta; tirar o conservar a los dos. A voluntad. Lo que no se puede es vivir sin imaginación. Y no es que se trate de una vida de ocurrencias y ensueños, sino del nivel más profundo y animal de nuestra existencia: eso que llamamos yo. Por ejemplo, el cortisol, una hormona que producen las glándulas suprarrenales y que habilita a los músculos del cuerpo para actuar en emergencias, se produce igual ante un estímulo físico (un perro que ataca) que ante uno imaginario (una llamada del jefe con una instrucción perentoria e imposible de cumplir). En el primer caso, va en juego la supervivencia corporal; en el segundo, no, pero se vuelve emergencia por una serie de ideas y concepciones que la imaginación conecta entre sí, suponiendo un daño que no tiene relación directa con la integridad corporal. En ambos casos está en juego el ser. Una hormona que nos habilita para la supervivencia es la causa principal del estrés y sus muchas consecuencias de salud.
Y es que somos por completo seres corporales y, también, seres completamente imaginarios. No es que seamos parte cuerpo y parte mente, porque ni siquiera son predicables en un mismo orden. Más bien, como una llama: es luz y es calor, sin que ambos fenómenos puedan separarse.


Sin imaginación no hay ética, ni derecho, ni valores, porque todos son imaginarios y, en su sentido original, poéticos: producen algo que no está en el mundo, pero sin esa producción el mundo es incomprensible.
Alfonso Reyes llamó “copretérito lúdico” al método poético del juego infantil, un modo de ser en el mundo: el niño que dice a sus amigos: “que yo era...”. El acuerdo es que uno es Messi, Supermán, o algún gran poeta que no existe fuera de mi cabeza. La condición es que no se trate de actuar como si fuera. El juego implica la transformación de todo el ser con una seriedad mortal: el niño no es Juanito que hace como si fuera Messi: es Messi.
Borges observa con lástima su imaginación: “Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach”. Y Alexandr Herzen, aquel olvidado y magnífico escritor, entendió mejor que nadie el lugar de la imaginación poética. Cuenta cómo la policía zarista detiene a un grupo de estudiantes en una demarcación rusa. A uno de los muchachos detenidos, en vez de ficharlo en la jefatura correspondiente, lo procesan en la demarcación vecina, y lo hacen desaparecer dos días más. Herzen (que significa “corazón”, en alemán) concluye que no hay ser tan prosaico que pueda vivir sin poesía y que la negra jugarreta es la poesía que puede tener a su alcance un policía.
El problema es que abundan los juegos en que la imaginación cede su potencia a la más miserable virtud humana: la de obedecer. Le sucede a todas las ideologías y ni siquiera las personas más entrenadas para el ejercicio del pensamiento crítico, lógico o científico se inmunizan contra la virtud en donde se agazapa la peor crueldad: la que comete una persona que obedece órdenes. Por ejemplo, el experimento que Stanley Milgram llevó a cabo en la Universidad de Yale, durante los años sesenta, para averiguar qué tanto sufrimiento podría infligir un sujeto a otro, cuando actuaba bajo órdenes. (Busque “Milgram experiment”, en YouTube, y hay una película con Peter Sarsgaard y Winona Ryder). Milgram se negaba a creer que el Holocausto hubiera sido posible por la pura obediencia de personas que, simplemente, llevaban a cabo su trabajo. Pero los resultados de sus experimentos fueron suficientes para ponerle a cualquiera la carne de gallina: él creía que solo un pequeño porcentaje de personas sería capaz de administrar un daño severo, pero el 65% de los participantes fue capaz de administrar sufrimientos mortales, simplemente porque se les instruyó que lo hicieran. Su experimento es un caso negro de lo que suele suceder cuando la imaginación se subordina a la obediencia. El poeta que podemos imaginar quizá sea el mismo empleado dispuesto a dosificar la muerte.
Antes de la psicología experimental, en Los dioses tienen sed, Anatole France contaba lo que sucede con un bondadoso artista cuando decide servir a la transformación moral y social de Francia durante la Revolución: el pintor inspirado se convierte en un feroz decapitador.



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