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La partitura solar: Julio Trujillo (1969-2025)

Desde 1998, cuando publicó su primer libro, hasta los días anteriores a su muerte, el autor de 'Jueves' creó una obra poética con el sello de la gracia verbal y la osadía.

Ernesto Lumbreras
Ciudad de México /

Se cuentan con los dedos de las manos, en la historia de la poesía mexicana, la publicación de una opera prima donde se encuentran configurados los elementos expresivos —atmósferas y tonalidades, repertorio sonoro, paisajes físicos y emocionales— que definen una propuesta estética, inobjetablemente seductora para los sentidos y la inteligencia.

En esa lista de debuts rotundos, distingo La sangre devota de Ramón López Velarde, Colores en el mar y otros poemas de Carlos Pellicer, Páramo de sueños de Alí Chumacero, Ruinas de la infame Babilonia de Marco Antonio Montes de Oca, Adrede de Gerardo Deniz, Peces de piel fugaz de Coral Bracho, Tierra nativa de José Luis Rivas… Dentro de este catálogo sujeto a debate, me atrevo a ubicar Una sangre (1998) de Julio Trujillo, libro con el que obtuvo el Premio Poesía Joven Elías Nandino 1994.

Los lectores iniciales que leímos esos poemas, primero en revistas y luego en su edición definitiva, quedamos cautivados por la osadía, el desenfado y la gracia verbales con las que avanzaba su verso por territorios familiares, a menudo domésticos, pero que en su singular apropiación se tornaban inquietantes, desbordados de sensualidad y hechizo, a ratos enigmáticos e inhóspitos, marcados casi siempre por la luz cenital del júbilo: “El higo aunque parece/ un fruto que ha parido la amargura,/ la obesa lágrima/ caída/ de un cielo atormentado/ (…)/ es toda pulpa húmeda y deseante,/ libido presa/ en el convento de su piel:/ brasa incógnita”.

Me tocó presenciar la estimación pública de los primeros libros de Julio Trujillo, en lectores exigentes como Gonzalo Rojas, Álvaro Mutis, Eduardo Lizalde, Antonio Deltoro, David Huerta o Guillermo Sheridan. Pero también, desde que nos conocimos, en 1994, constaté una y otra vez la nobleza de espíritu del poeta para moverse por la vida, toda liviandad, gentileza y transparencia en el trato con amigos y conocidos, caballeroso y solidario, pronto para la fiesta y las aventuras nada sigilosas. De habérselo propuesto, pudo ser modelo de pasarela o galán de pantalla chica y grande. Nunca lo vi ufanarse de sus atributos físicos ni tampoco lo escuché fanfarronear de sus conquistas. Por donde circuló, en su papel de escritor y editor, Julio Trujillo dejó una estela luminosa de camaradería y profesionalismo. En un gremio propenso a la envidia y la competencia, se desplazó principescamente ajeno a esos bajos sentimientos sabiendo que la verdadera confrontación se localiza en el interior de la lengua, acto solitario e intransferible en ese magma de palabras donde todo es una algarabía, indómita, ciega e informe.

Durante esos últimos años de la década de los noventa, coincidimos en los encuentros de jóvenes creadores del desaparecido Fonca, mesas de discusión en la tutoría y mesas de cantina en la bohemia, ambas con la misma intensidad y largueza bajo los cielos de Zacatecas, Veracruz, Tlaxcala, Morelia y Mérida. En esos laboratorios del oficio y la parranda se escribieron sus siguientes dos libros que ratificaron la excelencia de su inicial entrega: Proa (2000) y El perro de Koudelka (2003). El primero es un solo poema compuesto por veintiún textos breves, de uno a diez versos. La revelación vía la contención. La impecable arquitectura y la orfebrería magistral. Hay una apuesta visual, ciertamente, pero un soundtrack minimalista y exquisito acompaña la navegación: “La nave es más veloz/ si en el extremo más saliente de la proa/ se posa un ave”. El segundo título continúa con la proeza visual y fonética de su debut —la marca de la casa de Trujillo—, pero añade en su horizonte emocional al negro sol de la melancolía. La poesía como examen existencial, umbral del precipicio, melodía del exorcismo: “Te exhibes,/ estás en cada foto familiar/ pero no perteneces.// (…) Te matas,/ corres hacia la puerta de salida,/ pero no perteneces”.

Este volumen tercero da cabida a dos antagonistas en sus plenos poderes, el amor y la muerte, aunque todavía está más presente el primero en poemas celebratorios de la esposa y los hijos, de los amigos y los maestros, de los prodigios y misterios de la naturaleza. En el lado saturnal del índice se ubica “Vámonos”, poema que publicó en su cuenta de X unos días antes de su desaparición en las playas de Cornwall y que concluye así: “no pienses en llenar/ de adiós la boca,/ te espera el aire del desplazamiento,/ vámonos ya/ a colmar el espacio en que no estamos”. Asimismo, en este libro Trujillo confiesa su fascinación órfica, ejercicio mayor y siempre renovado de su arte lírico: “(He sido acorde sordo/ y estridencia,/ he sonado sin ciencia,/ pero mis cuerdas templo/ desde que se enroscaban en cordón.)” Dirá también en la misma dirección: “¿Soy un sonido esdrújulo/ dispuesto a ser usado/ para que el mundo suene bien,/ rime consigo,/ pueda cantarse con afán prosódico?” Atando cabos respecto a tal predilección, recuerdo que para la antología El manantial latente envió esta poética: “Vivo bajo la feliz opresión del ritmo. Feliz: no existe nada mejor. (…) Opresión: me gustaría rebelarme, algunas veces, contra el ritmo. No he podido”.

Si en su etapa de juventud, el magisterio solar de Carlos Pellicer y las audacias áreas de Vicente Huidobro ofrecieron un horizonte de inacabadas exploraciones, el descubrimiento y la afición a la obra de Francis Ponge, e. e. cummings, al lado del más elemental William Carlos Williams, con el añadido de las greguerías de Ramón Gómez de la Serna darían tronco y ramas para una posible genealogía a la que, por supuesto, había que sumar otras influencias no por clásicas menos benéficas: Charles Baudelaire, Walt Whitman, Rubén Darío, Ezra Pound, Fernando Pessoa, Ramón López Velarde, T. S. Eliot, César Vallejo, José Gorostiza, Pablo Neruda, Xavier Villaurrutia, Gilberto Owen, José Lezama Lima, Octavio Paz, Blanca Varela, Antonio Gamoneda, José Carlos Becerra, Mark Strand, Anne Carson, David Huerta… En la progresión de las lecturas y relecturas de esos autores, con el complemento de su trabajo como traductor riguroso, Julio Trujillo preparó sus siguientes estaciones poéticas. Poco antes de instalarse en Madrid, con la misión de editar la edición española de Letras Libres, publicaría Sobrenoche (2003), una versión posmoderna de Los himnos a la noche de Novalis, claro, desde su lado trágico y abismal; el poema es entonces una conciencia insomne que va de adentro hacia afuera, de la habitación a la ciudad dormida, un ir y volver de la crispación, la duda y la aceptación fatal que afirma: “De noche somos noche si dejamos/ que el precipicio tire,/ si aceptamos su imán, sencillamente,/ dispuestos a fundirnos/ en su no”. En la solapa del volumen comentó Eduardo Lizalde que se trata de “un canto sostenido y concentrado, pero libre y alumbrado por certero flujo verbal e imágenes de potencia visual y sonoridades consistentes”. El poema es un flâneur nocturno que siente sobre sus hombros las culpas, las desilusiones, los miedos y las miserias del mundo mientras traza con su caminata signos o dibujos amenazantes.

Dentro del catálogo de Pre-Textos, Trujillo publicará Bipolar (2008), un libro sereno e introspectivo del entorno inmediato, asumiendo los peligros circundantes, las tentaciones y los espejismos que el éxito social promete al doblar la esquina. Tiene la certeza de que “la realidad es feroz”, pero también, mordaz. Circula en sus páginas un aire de escepticismo mezclado de ternura, por ejemplo, al hablar de las veleidades del poeta, su oficio misterioso e ingrato así como de sus solemnes presentaciones públicas según exhiben los versos de “El polizón” y “Los poetas”. A veces, el tono es francamente nostálgico de “El mundo de ayer” cuando: “En el periódico,/ a las tres de la mañana,/ usábamos un cutter y una escuadra/ para formar/ el suplemento cultural del sábado/ (y nos pagaban con billetes engrapados)”. Su estancia matritense lo preparó para que, al regresar a la Ciudad de México, saltara al ruedo de la crónica urbana que daría lugar a la compilación Atajos y rodeos (2015); en dicho volumen hay piezas antológicas donde la prosa de Trujillo incorpora, en la bitácora de sus divagaciones, la perspicacia y el aliento poéticos: el ojo oye en la luz y en el aire, el oído siente e intuye, el tacto tiene memoria y sueña, la nariz ventea notas del porvenir.

Nos encontramos en Madrid a mediados de 2007 y nos pusimos al corriente de nuestras respectivas andanzas en una comida de cinco tiempos, con el digestivo y el espresso doppio de rigor. Me obsequió Los señores del límite, una antología de poemas y ensayos de W. H. Auden en reciprocidad de un regalo de cumpleaños que le había hecho tiempo atrás: la primera edición de Relación de los hechos de José Carlos Becerra. El poeta Trujillo estaba en su mejor momento vital. Vivía endeudado como la mayoría de los madrileños —eso me dijo mientras se vaciaba el primer Ribera del Duero— pero lleno de expectativas. Creo que la cercanía con Alejandro Aura, aquejado de un cáncer terminal, paradójicamente inyectó brío y optimismo en sus días y noches españoles. Regresó al país con ese impulso y publicaría Pitecántropo (2009), Ex profeso (2010), La burbuja (2013) y El acelerador de partículas (2017). Cuatro propuestas con muy marcadas diferencias. En el primero se halla la aventura más barroca, textos en prosa más que poemas en prosa que atienden la posibilidad del lenguaje de ese eslabón perdido del homo sapiens; vaciamientos, repliegues y fugas verbales de una lucidez musical llevada por los instintos primarios. El segundo y el tercero tal vez coincidan en su aire de fábula, aunque formalmente marchen por caminos y resoluciones distintos; algunos poemas de La burbuja tienen la impronta del aforismo: “Mafia es nosotros,/ contra yo”. Otras piezas son auténticas premoniciones como se puede leer en “Hokusai”, una encrucijada por venir: “El mar abre sus fauces y produce/ la ola perfecta:/ ingresemos”. En el cuarto libro me vuelvo a encontrar la mejor poesía escrita por Julio Trujillo, en el poema que da título a la colección, en “Eucalipto”, en “Caminé”, en “Memorándum” o en “Plutón”. Un humor acerado devenido en solipsismo destaza titubeos, imposturas y zonas de confort. Advierto aquí también indicios de lo que será Jueves (2021), la última entrega del poeta, toda un expedición del ser que merodea el corazón de las tinieblas y la noche oscura; en un retiro en la playa de Chacala, Nayarit, su autor se propuso una extenuante interpelación consigo mismo sin tabúes de por medio ni licencias y florituras literarias. Expiación, exorcismo y liberación en el aire de Incurable de David Huerta. ¿Y luego?

La leyenda de la muerte en el extranjero de José Carlos Becerra y Rosario Castellanos —por no hablar de las distantes en el tiempo, la de Altamirano y la de Nervo—, vino a mi mente desde la primera noticia de la desaparición de Julio Trujillo en Inglaterra. ¡Un poeta ocupaba la atención de los medios de comunicación! Una vez confirmado su deceso con la localización de su cuerpo en las costas de Sennen, la ola mediática alcanzó su altura mayor. Se cumplía así el dictum de Gilberto Owen, otro poeta muerto fuera de México: “sabrán mi vida por mi muerte”. Las redes sociales se inundaron con poemas de Trujillo, piezas de belleza y verdad incuestionables, a veces proféticas y demoledoras. La familia, su pareja, sus hijos, sus amigos y sus lectores quedamos huérfanos. Nos consuela saber que vienen libros póstumos, Una isla que publicará Trilce y Detrás de la ciudad y antes del cielo que pondrá en circulación Pre-Textos. Como si fuera el último hablante de una lengua, con la muerte de un poeta se termina una versión del Universo, una forma particular de enunciarlo y de cantar su misterio perdurable.

AQ

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