Unas horas antes de que los primeros misiles cayeran sobre Ucrania, en España nos habíamos ido a dormir después de ver un nuevo capítulo del bochornoso desastre de la derecha y esperando, ¡oh mafiosa casualidad!, el reestreno de El Padrino en los cines. ¿Es mejor que los reaccionarios se destruyan entre ellos? Ojalá las cosas fueran así de fáciles. El problema es que los ciudadanos desencantados con esa parte del espectro político pueden “mudarse” al radicalismo y encumbrar, con sus votos, a la ultraderecha. Mascullando ese panorama, en fin, tuvimos que esforzarnos por conciliar el sueño pero, justo cuando lo estábamos logrando, sonó el despertador.
Tanto en la radio como en la tele, las musiquitas estridentes arropaban a sus locutores: “El mundo acaba de empezar a cambiar. Rusia ataca a Ucrania y la guerra ensombrece a toda Europa”. Durante todo el día (pero todo, eh) las tropas rusas y la histeria ucraniana se exhibieron sin ningún pudor. Ahí estaban los enviados especiales, en vivo desde el balcón de sus hoteles, repitiendo sin cesar los dos o tres datos que tenían en su poder. Como dice Arturo Pérez-Reverte, “si los reporteros están todo el tiempo haciendo conexiones en directo, ¿a qué hora salen a buscar historias, que es para lo que fueron enviados?”
Pues parece que ni ellos ni sus jefes se preocupan por eso. Reproducen videos que los ucranianos cuelgan en Twitter o en Instagram y así presumen de tener testimonios. Meten eso, claro, entre tertulia y tertulia. Porque aquí es lo que hay a todas horas: tertulias maratónicas en las que un mismo puñado de periodistas y analistas les sirve para todo: lo mismo hablan del elevado precio de la luz o del coronavirus, que de los corruptos o el suicidio de la derecha, o de Vladimir Putin y su guerra.
Todavía no salimos completamente de la pandemia y ahora tenemos una guerra. Bueno, piensa uno, pues que la Unión Europea se encargue. Un rato después salió el Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad que, cómo no, es español y, con su inglés rudimentario y todo su poderío, intentó zanjar el asunto: “sacaremos a Rusia del festival de Eurovisión. Y la final de la Champions League no se llevará a cabo en San Petersburgo. Y también hemos cancelado su Gran Premio de la Fórmula Uno. Y Rusia tampoco va a participar en el Mundial de futbol”. Ese es el nivel de la diplomacia europea. Pero, por si esto fuera poco, saltó una noticia de última hora desde Mallorca, donde viven algunos magnates originarios de la patria de Tolstói: “para desquitarse, un marinero ucraniano intenta hundir el lujoso yate de su jefe ruso”.
Un día le preguntaron por la situación política de Italia a Ennio Flaiano, guionista de joyas cinematográficas como La dolce vita y 8½. Él se atusó entre los labios su pipa retacada de tabaco y dijo: “la situación es grave, pero no es seria”. Pues la frase se aplica a lo que ocurre estos días en el viejo continente. No es serio lo que hace Putin, no es seria la respuesta internacional y ambas cosas son graves. Un sátrapa se escuda en una serie de mentiras para invadir a un país por el que siente nostalgia y así pretende revivir el imperialismo soviético y revertir el orden y los derechos conquistados en los últimos años. No es cualquier cosa.
Por eso toca ser serios. Hay que hacer a un lado la estridencia mediática y esforzarse por entender los acontecimientos para tomar decisiones como miembros del conjunto social. Ahí tenemos como herramientas los libros magistrales de Anna Politkóvskaya sobre Putin y sobre lo ocurrido en Chechenia para comprender quién y por qué ataca. O los entrañables testimonios recogidos por Svetlana Aleksiévich para sumergirnos en el ámbito postsoviético. O las rigurosas investigaciones de Anne Applebaum (quien, por cierto, le acaba de decir al diario chileno La Tercera que “ha llegado el momento de que Europa y Estados Unidos reconsideren por completo la estrategia hacia Rusia”). Y también los monumentales ensayos de Margaret MacMillan, cuyo último libro se titula, precisamente, La guerra. Cómo nos han marcado los conflictos (Turner). Ahí la historiadora canadiense advierte: “después de 1945, los europeos reconocieron que habían estado a punto de destruir su propia cultura, su civilización y sus estructuras políticas y sociales. Y se dijeron que no debían hacerse eso a sí mismos nunca más. Pero no siempre aprendemos las lecciones”.
AQ