Liberales conservadores

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Desde Milton hasta Thomas Mann, ser liberal y conservador no es necesariamente una contradicción.

Jordan Peterson, psicólogo canadiense. (Especial)
Julio Hubard
Ciudad de México /

Hace un mes, Jordan Peterson, superestrella en las redes, granicero de polémicas y valioso polemista, lanzó “Un manifiesto conservador”. Quiere que sea “una indagación metafísica... En el fondo, las ideas más profundas son teológicas, para bien o para mal, por definición, porque tratan de lo eterno y sagrado. Encima de eso hay un fundamento metafísico, y ahí es donde radica la filosofía, y luego, de ahí emergen cosas como la comunicación normativa y la política social y el discurso normativo”. Peterson ignora que está del lado de Naphta: su visión jerárquica intenta trasladar un hecho biológico a una evaluación axiológica y no sabe si su apuesta es animar el fuego como vivac o como incendio; conversación o campo de batalla.

Es mejor, aunque casi solitaria, la apuesta individual de George Will. Hace un par de años publicó un libro valioso: The Conservative Sensibility. Dudo mucho que halle casa editora en español, y es una lástima, porque Will ha sido un gran interlocutor: sensato, firme sin imponerse, claro; uno de esos con quienes se puede discordar sin patetismo y concordar con ese goce de renovarse uno la cabeza. Esa especie de conservador liberal (no es contradicción) que se remonta hasta monstruos como Milton, solitarios como Edmund Burke, o políticos como James Madison. Y son conservadores, no por la historia ni en sentido étnico sino por unos pocos principios: un orden jurídico (derecho natural, o derechos humanos, según el caso), un gobierno limitado y la separación de poderes. Conservar eso es dejar la historia abierta al cambio.

En el mundo de la lengua española nunca exploramos el rango completo de la política. Cuando nos acercamos, brincan los radicales, que se creen transformadores, y que no son sino seres elementales y asustadizos, invertebrados, urgidos de pleito: los conservadores no deben ser escuchados sino aplastados o sometidos.

El caso: que de acá y allá surgen viejitos solitarios cuya propuesta, y demanda, es la vida política y no la escalada de poder. Los liberales, de cualquier tendencia, creen que las discrepancias políticas son el mejor recurso para no extraviarse en las ideologías: son una afinación, por contraste, pero sin la cacofonía de la violencia o la opresión. Los iliberales, desde la dinámica del poder, juzgan que la oposición es un freno, un enemigo del pueblo que ha de ser anulado o destruido: su presencia no sólo les resta poder sino que la hallan vil y maléfica. Es mejor que el diablo no hable. Sólo el mesías. Cuando se mezclan la etnicidad, el supuesto espíritu y las zarandajas nacionalistas, ya no estamos en el pensamiento conservador: son revolucionarios y exterminadores. Les da luego por llamar “identidad” a sus odios.

En Alemania, desde un poco antes de la I Guerra se formó un grupo llamado Konservative Revolution. Nombre contradictorio, que parecía buscar algo semejante a lo que hoy, en versión light, busca Peterson con su Manifiesto. Pero aquel fue un equipo con una alineación deslumbrante; entre otros: Werner Sombart, Oswald Spengler, Ernst Jünger, Von Hoffmannstahl, Gottfried Benn, Julius Evola (italiano), Martin Heidegger, Carl Schmitt y Thomas Mann.

Mann se apartó del movimiento en 1922, el mismo año de publicación de La montaña mágica. Un hilván, quizás el principal de la novela, enfrenta a dos seres fascinantes: un liberal, Settembrini, que cree en el progreso y la política, aunque carece de argumentos escatológicos o religiosos, de modo que su metafísica anda siempre trunca, y Naphta, un oscuro jesuita, inteligentísimo y armado de poderosas armas lógicas y argucias teológicas, que simplemente no tolera la idea de dejar en manos de la chusma servil la decisión de construir el destino humano. El pleito entre ellos, que debió ser eterno, termina de modo atroz, precisamente porque Naphta no pudo tolerar la disposición de Settembrini a la discusión eterna, entre acuerdos y discordancias. Settembrini no solamente estaba dispuesto a esas inacabables discusiones sino que las hallaba constituyentes de la civilización. Cuando en el siglo se asentó “El gran embrutecimiento” (cap. VII de la novela), los interlocutores se volvieron enemigos. Tenían que matarse. Settembrini dispara al aire; Naphta, no. Hay quien prefiere la muerte a la convivencia. Al final, cuando el protagonista Hans Castorp aborda el tren que lo llevará a la guerra, se vuelve a mirar: en el andén, maltrecho, enfermo, gastado, Settembrini mueve la mano para despedirse.

AQ

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