Los dátiles del olvido | Por Irene Vallejo

El atlas de Pandora

En los laberintos del pasado, la historia y la cultura se alían para conjugar los recuerdos y los acuerdos.

La memoria viva es mucho más sutil que un mero registro mecánico. (Ilustración: Román)
Madrid /

El futuro y el progreso albergan el regreso de antiguos debates. Ahora que la tecnología resuelve el problema del archivo de información, el olvido se ha convertido en oscuro objeto del deseo. Recientes experimentos avalan la posibilidad de utilizar medicamentos amnésicos en seres vivos para borrar de la mente todo rastro de experiencias tristes o traumas dolorosos. En ensayos con ratones, una molécula se ha mostrado capaz de eliminar sin dejar huella el recuerdo concreto que el animal haya reactivado cuando se le administra el fármaco. Los científicos sostienen que el mecanismo es idéntico en el ser humano y que, por tanto, determinadas sustancias podrían llegar a ofrecernos olvido permanente a voluntad.

Estos ensayos y evidencias prueban que la memoria viva es mucho más sutil que un mero registro mecánico y, según se está descubriendo, sus mimbres son más inestables y maleables de lo que pensábamos. A diferencia de los dispositivos digitales, nuestra capacidad humana para recordar es selectiva, interesada y narrativa. Nos creemos capaces de reconstruir lo vivido porque el cerebro rellena los vacíos, aporta sentido y, donde aparecen lagunas, completa el relato mediante conjeturas. Evocar es mucho más que un retorno al pasado, ya que esas huellas no son un archivo: las creamos y recreamos. Nos contamos de nuevo nuestra historia muchas veces a lo largo de la vida, modificando detalles, buscando alivio en el relato, trazando vínculos entre el ayer y los afanes del ahora. Las emociones tiñen y transforman todo lo que rememoramos, como revela la misma palabra “recordar”, que proviene del latín y significa “volver a pasar por el corazón”. En nuestra memoria, a diferencia de la información permanente y siempre idéntica registrada en la informática, el presente modifica el pasado.

Tal vez por eso, cuando una sociedad decide afrontar un viaje colectivo hacia las luces y sombras del ayer, la memoria impone retos formidables. Olvidar es tentador, como ya sabía Homero, que lo relató en un episodio de la Odisea. Ulises y sus compañeros navegan de regreso a su patria después de luchar durante diez largos años en la guerra de Troya. Un día desembarcan en una isla desconocida y algunos marineros son enviados a reconocer el terreno. Un pueblo pacífico los acoge y les ofrece compartir su comida. Se alimentan únicamente del fruto de una planta exquisita, el árbol del loto. Quien ingiere su deliciosa pulpa, que sabe a higos silvestres y a dátiles, cae en un placentero olvido. Se desliga de todo lo vivido y pierde la conciencia de quién es, de su origen y de su rumbo. Deja de vivir con el recuerdo del pasado como arnés de su ser. Después de comerlo, los griegos se niegan a hacerse a la mar, paralizados por una anestesia dulce de sabor azucarado. Lo único que desean es quedarse donde están, sin proyectos ni ataduras, sin volver al hogar. A pesar de sus llantos y súplicas, Ulises les obliga a embarcarse y ordena zarpar. Para el legendario marino, olvidar significa desertar, porque vivir implica compartir un ayer y un mañana. Su vida es una aventura que solo puede navegarse en reciprocidad, acordándose de sí mismo y de los demás. Homero cree que necesitamos recordar para ser recordados. Y a todos nos gustaría ser inolvidables.

Sin embargo, las discusiones familiares y los desencuentros con amistades nos han mostrado las tormentas que acechan en esos viajes al pasado. A veces, es preciso sortear los arrecifes más conflictivos de la memoria para alcanzar tierra firme sobre la que asentar la convivencia. Entre regiones, países y religiones surgen resentimientos históricos que se enquistan e impiden entablar diálogo. Así lo entendió hace veinte siglos el griego Plutarco, gran viajero, filósofo, biógrafo y ocasional embajador. En uno de sus ensayos avisa del peligro que representan los gobernantes obcecados en alimentar viejos rencores de su pueblo como fuente de poder y privilegio. Allí nos deja una reflexión de impecable actualidad: “La política se define precisamente como el arte de sustraer al odio su carácter eterno”. Es decir, que el ayer no prevalezca sobre el presente ni lo ponga en riesgo. Para emprender un diálogo sereno y compartido, a veces es preciso colocar entre paréntesis el historial de abismos.

Escribió el filósofo búlgaro Tzvetan Todorov: “Memoria no se opone en absoluto al olvido. Los dos términos que contrastan son la supresión y la conservación: la memoria es, necesariamente, una interacción de ambos”. En los laberintos del pasado, la historia y la cultura se alían para conjugar los recuerdos y los acuerdos. Conmemorar juntos implica abrir rutas allí donde otros cavaron trincheras. Quizás la pócima secreta consista en acallar los gritos que agreden, sin jamás silenciar la memoria de quienes sufrieron el olvido.

Irene Vallejo


Filóloga, ensayista y narradora. Autora de 'El silbido del
arquero' y 'El infinito en un junco'.

ÁSS

  • Irene Vallejo
  • Irene Vallejo Moreu es filóloga y escritora española.​ Por su libro El infinito en un junco​ recibió el Premio Nacional de Ensayo 2020 y el Premio Aragón 2021.​ Publica su columna Los Atltas de Pandora.

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