Retrato de ciudad
La gran poeta Ida Vitale, ganadora del Premio Cervantes, reconstruye la historia de los años que pasó en la Ciudad de México: desde las calles empinadas de la colonia San Ángel hasta los sabores de la comida mexicana, o el encuentro con palabras tan sutiles e imborrables como tlapalería. Recién llegada con su marido a consecuencia de la diáspora uruguaya, se enfrentó a un mundo fascinante y acogedor, y a nuevos significados.
Es en esta ciudad, en la calle de Shakespeare, donde encuentra a Elena, una vecina que convive entre escritores y artistas gracias a la cual desembarca en casa de Ulalume y Teodoro González de León. Desde ese momento comenzará a conocer el mundo intelectual mexicano y a personalidades como Tomás Segovia, Octavio Paz, Elena Garro, Juan José Arreola, José de la Colina, Efraín Huerta o Emmanuel Carballo.
Shakespeare Palace es un retrato de una época cuyo epicentro es la Ciudad de México, una obra cálida e inolvidable, el último libro de la gran poeta, y también la única obra de prosa autobiográfica que ha escrito.
FRAGMENTO
Antes de que el destino nos pusiera a Enrique y a mí en México, éste fue una desaforada ilusión adolescente, una burbuja que las líneas de mi mano sostuvieron por unos días hasta que se desbarató.
Retrocedo a una época ya casi inasible, al final de los estudios preparatorios (los dos años que seguían a los cuatro de secundaria, previos al ingreso a la universidad): con Alicia —amiga con la que practicamos la constancia, desde la escuela hasta su muerte— mirábamos sin deslumbramientos un futuro de abogadas al que nos conducían los preparatorios de Derecho. Habíamos optado por éstos, porque insinuaban, con el engaño de una novela realista que de pronto echara mano de fantasmas, una vaga proximidad con los cursos de humanidades con los que sí soñábamos. La inexistencia de éstos no condecía con el pasado cultural del país y nos dejaba sin un auxilio institucional que suponíamos imprescindible, sin un derecho cuya imposibilidad de cumplirse nos hacía sentir estafadas.
El Uruguay había alcanzado un nivel bastante saludable sin esos cursos por cuya falta nos angustiábamos, pero al imaginar la cultura como un crecimiento infinitamente posible, insistíamos en ir en su búsqueda donde fuese.
Uno de mis profesores se había formado en la no muy remota ciudad argentina de La Plata, en la que desde hacía muchos años era posible seguir los ansiados estudios. Pero ni el resultado a la vista me convencía ni teníamos noticias de becas para ninguna universidad argentina. Así llegamos a una conclusión que creímos sabia: sólo México podía resolvernos el problema que nos obsesionaba.
Empezábamos a leer y admirar autores traducidos en editoriales mexicanas que suplían en parte a las españolas, rehuidas por llegar del dominio franquista. Estas lecturas pudieron ser arcos de un puente que nos pareció de sencilla plata. Una tarde —debía ser en los primeros meses del 43— caminaba con Alicia por el centro de la ciudad, ambas dándole vueltas en la cabeza a nuestro tema, como solíamos. Sin duda hartas de no avanzar en el asunto, allí mismo resolvimos tomar el toro por los cuernos y llamar a la embajada de México y pedir una cita con el agregado cultural. O con el mismísimo embajador. Sin conocer a ninguno de los dos, claro está. La embajada estaba en el Prado, un barrio lleno de hermosas residencias finiseculares con grandes jardines desatendidos; allí había estado la casa de mis abuelos, allí mí tía Ida había plantado árboles raros en el Uruguay. Alejado de las playas que no estaba de moda frecuentar cuando se fue creando, no nos resultaba muy familiar ni era cómodo el traslado hasta él y ya eso nos pareció una aventura que debía dar comienzo a otra.
Lamento haber olvidado el nombre —o quizá nunca lo supimos— del funcionario que nos atendió, con paciencia que supongo no exenta de cierta curiosidad. Poco a poco fue atrayendo a tierra el fantástico globo que habíamos construido en nuestra impráctica, disparatada hipótesis, mientras nos sentíamos capaces de riesgos mayores, dignos de Verne. Existían, sí, las becas, becas exiguas, que no incluían el pasaje, algo básico, aunque en nuestra imaginación no había pesado la lejanía de nuestra meta. Tampoco era seguro que fueran suficientes para pagar alojamiento, comida y esos etcéteras que en boca del amable señor fueron alcanzando, de modo clínico e impostergable, aunque de gran gentileza, un peso abrumador como para irnos hundiendo a cada una, sin que nos atreviéramos a mirar la angustia de la otra, en los cómodos sillones en que nos habían sentado.
Nunca supimos a qué punto exacto debíamos llegar. Ahora supongo que a Veracruz, en barco, y de allí a la capital, en ferrocarril, tampoco incluido en la beca. Ni siquiera habíamos estudiado en un mapa las distancias, las representaciones de esa realidad inconsistente para nosotras, fuera del espacio sin peso de lo quimérico no puesto a prueba.
Quizá no se entienda el tamaño de nuestra frustración porque aún no he dicho que nuestro proyecto había comenzado por lo que supusimos una base seria: un mes atrás —al menos yo— había tramitado mi primer pasaporte. Por mucho tiempo lo guardé, inviolado, hasta el día en que, inexplicablemente, lo perdí. Incluía la mejor fotografía de mi vida, prueba de que el técnico que me la tomó en la policía había entrado, quién sabe cómo, en mi mismo nivel de irrealidad. Porque todos saben que las fotos que en aquel lugar se producen son siempre las menos agraciadas de la colección que, quiérase o no, se va armando en nuestra historia.
Esta que voy a recordar es una historia ya antigua, aunque no tanto como la anterior, la que no llegó a ser. Alguna vez, en ocasión de una lectura-homenaje o un acercamiento, que también lo era, a Jaime Sabines, en el que se me ofreció participar —y yo acepté con alegría—, estuve tentada de hablarle de Rosario Castellanos, de esa Chayito que él quiso bien. Y no lo hice, por inveterado temor de parecer buscadora de cercanías. Por los años sesenta leí Balún Canán, recién llegado a librerías de Montevideo. No conocía a su autora, como tampoco conocía mucho de la literatura mexicana de ese momento, pero escribí con entusiasmo en la página literaria de un diario, donde a veces colaboraba sobre aquella novela que me abría un mundo distinto. Alguien, sin duda desde su embajada en Montevideo, le hizo llegar mi nota. Sabría después por ella que eso coincidió con un momento desdichado de su vida (una operación y, según entendería mejor más adelante, el final de su matrimonio). El estímulo de la lectura de una lejana desconocida la alcanzaba con precisión inesperada. Un tiempo después una carta me anunció su llegada desde Chile, de paso para México. Pudimos estar juntas unas horas.
En ese momento, un viaje a México me seguía pareciendo tan imposible como después del sensato desahucio sufrido en la adolescencia, aunque Rosario hablase de esa eventualidad como algo normal.
Pero llegaron los militares y México, ilusa idea de un pasado remoto, ya detrás de la línea de sombra, reapareció gracias a Julio Zamora Bátiz, su embajador ejemplar, que habiendo asistido, en un ciclo de homenaje a México, a una conferencia de Enrique sobre Nezahualcóyotl, espontáneamente averiguó cosas, ató cabos y resolvió ofrecerle una escapatoria en forma de beca. Quince días antes de nuestra partida, estando yo en casa de Alicia y sin saber que Rosario había sido nombrada embajadora en Israel, el informativo que mi amiga jamás dejaba de escuchar nos dio la noticia de la absurda muerte de la escritora, al intentar encender una lámpara. Estaba acostumbrada a ciertas manifestaciones del destino que prefería registrar sólo cuando me eran favorables, sin serlo muchas veces, pero aquélla me pareció mucho más terrible de lo que demostré. Pensé que nuestro viaje comenzaba por un signo inclemente: en el país al que nos dirigíamos sólo conocía a poquísimas personas y una de ellas acababa de desaparecer. Esa pena que me quedó, tan sorpresiva, fue lo que no le conté a Sabines.
No sé si en esta lista de lazos con México debo citar un tenso rato en el aeropuerto, en 1964, cuando pretendí visitarlo por primera vez, como breve turista al regresar de Cuba, donde había sido jurado de un concurso literario, pretendí visitarlo por primera vez, como breve turista. Me encerraron en una sala hasta que, después de un tiempo, sin duda calculado para ponerme en un estado de perturbación propicio al descubrimiento de mis proyectos atentatorios contra la seguridad del país, apareció por allí un fotógrafo, éste sí nervioso, que pretendía tomar disimulado registro de mi paso. Durante un largo rato, indignada por la absurda demora, me entretuve en impedírselo, abrumando mi cara entre las manos o dándole la espalda, pero luego de tanto jugar al gato y al ratón, tomándome ilusamente por el gato, al fin lo dejé hacer, dado que, aunque a lo mudo, ésa parecía ser condición esencial para que yo visitara Teotihuacan, reconociéndole al fotógrafo, por otra parte, su condición de tristísimo y bien amaestrado ratón. Pero ésa es una historia ya muy antigua, para ambas partes, al fin, pese a todo, fui aceptada.
Un café sabor recuerdos
En Las mañanas del café Rostand Ismaíl Kadaré evoca el café en el que tantas horas pasó desde su primer encuentro con París al principio de los años setenta, gracias a que el régimen comunista, que imponía su dictadura en su Albania natal, tuvo a bien el permitirle salir del país unos días para trasladarse a la capital francesa a petición de su editor.
Kadaré nos cuenta las primeras sensaciones que sintió al verse en París y la relación especial que desde entonces mantuvo con esta ciudad que años después le acogió permanentemente cuando pudo dejar su país. Durante años, cada mañana, aún hoy en día, ha pasado las horas escribiendo sobre una de las mesas del café Rostand, frente a los jardines de Luxemburgo. Por las páginas de Las mañanas del café Rostand pasan los recuerdos de sus vivencias en Tirana y Moscú, sus amigos de juventud en una Albania opresiva y gris, sus primeras lecturas de Macbeth, su pasión por las tragedias griegas, la libertad que vive intensamente en sus paseos por París, los escritores a los que tuvo ocasión de conocer, las “cosas inexactas”, por no llamarlas “irresponsables” que se le “ocurrían normalmente en España”.
El café Rostand simboliza esa vieja tradición de los cafés franceses centroeuropeos y balcánicos, punto de encuentro del arte, la cultura y la literatura, y lugar de debate de los asuntos cotidianos. Refugio del escritor y lugar de inspiración, el café Rostand como hilo conductor permite a Kadaré evocar los cimientos de su vida literaria, la de un escritor a caballo entre sus raíces y sus sueños.
Ismaíl Kadaré: Las mañanas del café Rostand, Alianza, España, 2018.
Sobre la despedida
La rueda de la vida es el legado espiritual de una extraordinaria mujer. Desde muy joven, Elisabeth Kübler-Ross supo que su misión era aliviar el sufrimiento humano, y ese compromiso la llevó al cuidado de enfermos terminales. De esa experiencia extrajo profundas enseñanzas: los niños dejaban este mundo confiados y serenos; algunos adultos partían, después de superar la negación y el miedo, sintiéndose liberados, mientras que otros se aferraban a la vida porque aún les quedaba una tarea por concluir.
Tras 62 años de vida dura e intensa, escribió estas memorias para recordar los pasos que marcaron su trayectoria personal y profesional. El resultado es un libro tan singular como su autora, que nos enseña a descreer en los fantasmas de la muerte y abrazar el poder del amor incondicional.
FRAGMENTO
Durante años me ha perseguido la mala reputación. La verdad es que me han acosado personas que me consideran la Señora de la Muerte y del Morir. Creen que el haber dedicado más de tres decenios a investigar la muerte y la vida después de la muerte me convierte en experta en el tema. Yo creo que se equivocan.
La única realidad incontrovertible de mi trabajo es la importancia de la vida.
Siempre digo que la muerte puede ser una de las más grandiosas experiencias de la vida. Si se vive bien cada día, entonces no hay nada que temer.
Tal vez éste, que sin duda será mi último libro, aclare esta idea. Es posible que plantee nuevas preguntas e incluso proporcione las respuestas.
Desde donde estoy sentada en estos momentos, en la sala de estar llena de flores de mi casa en Scottsdale (Arizona), contemplo mis 70 años de vida y los considero extraordinarios. Cuando era niña, en Suiza, jamás, ni en mis sueños más locos —y eran realmente muy locos—, habría pronosticado que llegaría a ser la famosa autora de Sobre la muerte y los moribundos, una obra cuya exploración del último tránsito de la vida me situó en el centro de una polémica médica y teológica. Jamás me habría imaginado que después me pasaría el resto de la vida explicando que la muerte no existe.
Según la idea de mis padres, yo tendría que haber sido una simpática y devota ama de casa suiza. Pero acabé siendo una tozuda psiquiatra, escritora y conferenciante del suroeste de Estados Unidos, que se comunica con espíritus de un mundo que creo es mucho más acogedor, amable y perfecto que el nuestro. Creo que la medicina moderna se ha convertido en una especie de profeta que ofrece una vida sin dolor. Eso es una tontería. Lo único que a mi juicio sana verdaderamente es el amor incondicional.
Algunas de mis opiniones son muy poco ortodoxas. Por ejemplo, durante los últimos años he sufrido varias embolias, entre ellas una de poca importancia justo después de la Navidad de 1996. Mis médicos me aconsejaron, y después me suplicaron, que dejara el tabaco, el café y los chocolates. Pero yo continúo dándome esos pequeños gustos. ¿Por qué no? Es mi vida.
Así es como siempre he vivido. Si soy tozuda e independiente, si estoy apegada a mis costumbres, si estoy un poco desequilibrada, ¿qué más da? Así soy yo.
De hecho, las piezas que componen mi existencia no parecen ensamblarse bien. Pero mis experiencias me han enseñado que no existen las casualidades en la vida. Las cosas que me ocurrieron tenían que ocurrir.
Estaba destinada a trabajar con enfermos moribundos. Tuve que hacerlo cuando me encontré con mi primer paciente de sida. Me sentí llamada a viajar unos 200 mil kilómetros al año para dirigir seminarios que ayudaban a las personas a hacer frente a los aspectos más dolorosos de la vida, la muerte y la transición entre ambas. Más adelante me sentí impulsada a comprar una granja de 120 hectáreas en Virginia, donde construí mi propio centro de curación e hice planes para adoptar a bebés infectados por el sida. Aunque todavía me duele reconocerlo, comprendo que estaba destinada a ser arrancada de ese lugar idílico.
En 1985, después de anunciar mi intención de adoptar a bebés infectados por el sida, me convertí en la persona más despreciada de todo el valle Shenandoah, y aunque pronto renuncié a mis planes, un grupo de hombres estuvo haciendo todo lo posible, excepto matarme, para obligarme a marcharme. Disparaban hacia las ventanas de mi casa y mataban a tiros a mis animales. Me enviaban mensajes amenazadores que me hicieron desagradable y peligrosa la vida en ese precioso paraje. Pero aquél era mi hogar, y obstinadamente me negué a hacer las maletas.
Viví casi diez años en la granja de Head Waters en Virginia. La granja era justo lo que había soñado, y para hacerla realidad invertí en ella todo el dinero ganado con los libros y conferencias. Construí mi casa, una cabaña cercana y una alquería. Construí también un centro de curación donde daba seminarios, reduciendo así el tiempo dedicado a mi ajetreado programa de viajes. Tenía el proyecto de adoptar a bebés infectados por el sida, para que disfrutaran de los años de vida que les quedaran, los que fueran, en plena naturaleza.
La vida sencilla de la granja lo era todo para mí. Nada me relajaba más después de un largo trayecto en avión que llegar al serpenteante camino que subía hasta mi casa. El silencio de la noche era más sedante que un somnífero. Por la mañana me despertaba la sinfonía que componían vacas, caballos, pollos, cerdos, asnos, hablando cada uno en su lengua. Su bullicio era la forma de darme la bienvenida. Los campos se extendían hasta donde alcanzaba mi vista, brillantes con el rocío recién caído. Los viejos árboles me ofrecían su silenciosa sabiduría.
Allí se trabajaba de verdad. El contacto con la tierra, el agua y el sol, que son la materia de la vida, me dejó las manos mugrientas.
Mi vida.
Mi alma estaba allí.
Entonces, el 6 de octubre de 1994 me incendiaron la casa.
Se quemó toda entera, hasta el suelo, y fue una pérdida total para mí. El fuego destruyó todos mis papeles. Todo lo que poseía se transformó en cenizas.
Atravesaba a toda prisa el aeropuerto de Baltimore a fin de coger un avión para llegar a casa cuando me enteré de que ésta estaba en llamas. El amigo que me lo dijo me suplicó que no fuera allí todavía. Pero toda mi vida me habían dicho que no estudiara medicina, que no hablara con pacientes moribundos, que no creara un hospital para enfermos de sida en la cárcel, y cada vez, obstinadamente, yo había hecho lo que me parecía correcto y no lo que se esperaba que hiciera. Esa vez no sería diferente.
Todo el mundo sufre contratiempos en la vida. Cuanto más numerosos son más aprendemos y maduramos.
Elisabeth Kübler-Ross: La rueda de la vida, Ediciones B, España, 2018.
G. O.