Memorias de un caracol (en cines en México) forma parte de una tradición que, en el cine, se remonta al uso de la animación que por derecho propio es arte visual. La película tiene poco que ver con esa primera lucha entre artistas y estudios, una guerra que podemos identificar en aquellos cortos en que Disney competía con Walter Lantz por llevar el dibujo animado al siguiente nivel.
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En esta contienda, Warner Brothers también jugó sus piezas. Tex Avery y Chuck Jones crearon a Bugs Bunny. Hannah y Barbera resolvieron esta guerra comercial en términos artísticos. El cortometraje The Cat Concerto (1947) con Tom y Jerry no sólo explora los límites técnicos (la sincronización entre audio y animación), ejemplifica el modo en que la animación se aproximaba a eso que los historiadores de arte en la Alemania del siglo XIX llamaban con mucha pretensión “alta cultura”. Pero no fue hasta 1962 que se premió el corto The Hole. Por primera vez una animación consiguió llevar este arte hasta el terreno existencial.
Ya para 1980, el corto Anna y Bella habla de muerte y nostalgia, de los inevitables problemas entre quienes se aman de verdad. Sobran ejemplos de cómo la animación como arte fue llevando al momento en que nos encontramos hoy: Aleksandr Petrov y su corto El Viejo y el mar, por ejemplo, merece un lugar aparte en un museo del cine como arte visual. Lo mismo sucede con Padre e hija, del año 2000.
Detengámonos, sin embargo, en 2003. Adam Elliot utilizó el stop-motion para contar su historia Harvie Krumpet. Este animador de origen australiano ha dedicado su carrera al uso de la plastilina. Obtuvo una nominación al Oscar con Memorias de un caracol, aunque perdió ante una obra todavía más importante por sus logros técnicos y simbólicos, Flow.
Poco importa cuál es más importante en la historia del cine, Memorias de un caracol es una de las películas más trascendentes de esta década. No sigue la tradición de los primeros cortos animados que se disolvieron en el aire como fuego artificial. De hecho, Memorias de un caracol es la segunda obra en participar en el Oscar en la categoría de largometraje animado en la categoría R, es decir, apta para mayores de edad. Y, en efecto, el australiano Adam Elliot toca los temas que ya ha hecho suyos: las adicciones, la infancia como lugar de tormento, lejos de la idealización mercadotécnica de Pixar.
Dos gemelos separados por los servicios sociales australianos sirven como pretexto para tocar, con personajes memorables, temas tan complejos como la identidad y el trastorno dismórfico corporal. Hay, además, un personaje particularmente adorable, una mujer optimista y tan vieja que un día trata de alisar sus pantalones y entiende que lo que está arrugado es su piel.
En Memorias de un caracol culmina, por ahora, el trayecto de la animación que ha producido obras tan memorables como estas y otras de las que hemos hablado aquí. Es un trozo de vida que llega a la altura de películas tan imponentes como Vals con Bashir o Anomalisa. Aquí la forma es el fondo, la animación es parte del drama, una máscara que no oculta: revela. Hay que decir, por último, que Memorias de un caracol no es en realidad una película triste. Es más bien tan refinada que resulta obvio que detrás de ella hay un artista obsesionado con temas importantes: la muerte, el abandono, el amor.
Memorias de un caracol
Adam Elliot | Australia | 2024
AQ