Quinto caso de estudio: mi relación con la enfermedad
Nos falta un capítulo para llegar al final de esta serie de artículos titulada “Mi cuerpo y yo”, compuesta por los casos de estudio anteriores: 1) la respiración y 2) la cercanía con el suelo; 3) el ejercicio físico; 4) la alimentación, y en todos ellos tratamos de ofrecer una perspectiva más bien de tipo filosófico y conceptual.
Antes de comenzar: recuerdo cuando en la escuela primaria la maestra nos dijo: “los antiguos creían que el mundo estaba formado por cuatro elementos”, y pensé que esos “antiguos” se veían muy tontos al decir esas cosas tan simples. Muchos años después veo que los tontos éramos otros, y viene al caso al comenzar a conocer algo acerca del Ayurveda, el sistema de medicina tradicional de la India; aunque es tachado de “pseudociencia”, conviene al menos tratar de entender algunos de sus principios conceptuales porque están basados en cómo se ven las cosas desde una perspectiva integral. No podremos abundar aquí sobre esto, y sólo mencionaré un párrafo de un libro (Ayurveda, de Robert Svoboda) que me hizo darme cuenta de lo reduccionistas que podemos ser sin siquiera darnos cuenta:
“El Ayurveda, ‘la ciencia de la larga edad y de la salud’, es el más antiguo y famoso sistema indio de medicina natural. La sabiduría del Ayurveda enseña que cada uno de nosotros posee una constitución específica, que es la que debe guiarnos a la hora de escoger el tipo de alimentación, el ritmo de trabajo, la forma de descansar, etcétera.
“Los tres tipos básicos que establece el Ayurveda son Kafa, Vata y Pita [...] Las prescripciones variarán según los tipos, teniendo en cuenta que mayormente predominan los tipos mixtos.
“El Ayurveda considera al ser humano como una totalidad. Por consiguiente, el diagnóstico, la curación y la prevención de enfermedades son contemplados desde el punto de vista holístico”.
Y resulta que esos tres rasgos primordiales (doshas) de la constitución corporal —en sus múltiples combinaciones, pues no son excluyentes— reflejan la naturaleza y el comportamiento básico del aire, el fuego, el agua y la tierra porque en realidad se refieren a las características observables en el mundo y en nuestro cuerpo aunque, claro, no en esa forma simplona como se nos había dicho. El aire es móvil y ligero; el fuego es caliente y seco; el agua es fluida y suave; la tierra es pesada y firme, y entonces resulta fascinante ver cómo, por ejemplo, en una persona lenta y pesada los “elementos” dominantes son agua y tierra, mientras que en un individuo flaco y ágil más bien se pueden vislumbrar el fuego y el aire, y así con una buena cantidad de otras composiciones adicionales.
Evidentemente, la trama es muchísimo más compleja que esta simplificación extrema, y solo la mencioné como muestra de aquella frase del poeta Paul Éluard: “Hay otros mundos, pero están en este”.
Entrando a nuestra tesis, en esta nueva entrega (que por motivos de espacio se divide en dos) analizaremos lo que quizá sea en realidad la causa de todo lo hasta aquí descrito, pues proviene de la ya mencionada desatención (o falta de contacto) del cuerpo por parte de la conciencia, emanada a su vez de una defectuosa integración entre ese objeto vivo que soy y el “yo” que mis incesantes descripciones del monólogo interno me dicen ser.
Por supuesto este no es un tema menor; más bien es el tema, y su dilucidación es en realidad el trabajo de toda la vida de cada quien.
Pero ¿todas estas preocupaciones servirán acaso de algo? ¿No nos estaremos complicando las cosas en demasía? ¿No sería más sencillo simplemente vivir la vida y ya?
Claro que sí… si no fuera porque en realidad no podemos ni tampoco sucede de esa forma, pues más temprano que tarde suelen ocurrir desajustes y molestias (físicas y espirituales), generadas por esa falta de concordancia inherente entre quienes perdimos el paraíso (peliagudo punto parcialmente expuesto en un artículo previo). A continuación terminaremos entonces de explorar el aspecto físico del asunto.
Cuando “el cuerpo falla” y sobreviene la incomodidad, el dolor o la enfermedad, hay una reacción de nuestra parte que en múltiples ocasiones solo podríamos calificar como queja… El problema es que no hay a quien acusar ni tampoco alguna autoridad responsable. Lo que sí hacemos, usualmente, es acudir al médico.
A ese profesional su trabajo le costó llegar a ser un médico, y debe además refrendarlo constantemente en la práctica. A cambio de “ponerme en sus manos”, retribuyo sus servicios (de alguna forma personal o institucionalizada), y espero por tanto que “me cure”.
Pero, ¿me puede curar el médico?, ¿me debe curar el médico? “¡Por supuesto que sí: sí sucede, y así debe suceder!”, es la airada respuesta ante tan absurda pregunta, aunque tal vez luego pudiera pensarse en la abrumadora cantidad de casos en los cuales esta contundencia llega a mostrar fisuras.
Situación chusca número uno: “Doctor, gracias, ya estoy curado. ¿Puedo volver a hacer lo que me causa daño?”
Situación chusca número dos: “Al curarme de A me enfermé de B”.
Situación chusca número tres: Gracias a los avances en salud pública, ahora vivimos casi el doble que hace medio siglo, aunque a menudo la calidad de los últimos años de la vida apenas valga la pena, de no ser por nuestro miedo a la muerte; y aquí la palabra “chusco” no deja de sentirse como un agravio.
Y sí, aunque “todo mundo” tuvo un tío que fumaba, tomaba, siempre comía lo que se le antojaba y murió alegremente a los 93 años, esa “prueba” de que los cuidados durante la vida no son en realidad lo más importante no es precisamente muy sólida porque ¿de cuáles tíos suele haber más, los que se murieron a los 90 o los que sólo vivieron 60 o menos años entre múltiples enfermedades?
(Hay algunas muy raras excepciones a la regla, por cierto: el estrambótico músico de heavy metal, Ozzy Osbourne, lleva más de 50 años sobreviviendo a enormes dosis de cocaína y a cuatro botellas de coñac al día, y en 2010 los estudios sobre su ADN mostraron extrañas mutaciones en varios genes asociados con las adicciones...)
Pero también suele asumirse un comportamiento perversamente similar a la dramática injusticia que nunca deja de aparecer en las noticias: la autoridad culpa a la víctima de un delito por haberlo “provocado” con su vestimenta o su comportamiento, o tal vez por la “imprudencia” de haber pasado por ese lugar.
Veamos: un mal día siento un agudo dolor en, por decir, el riñón. Acudo al médico y me quejo de la molestia causada, para a continuación exigirle “hacer algo” al respecto. Viene entonces un examen del órgano acusado: se le analiza, se le fotografía, se le radiografía, se le expone a la vista y opinión de los colegas y especialistas en esos molestos y graves problemas y fallas, se le inyecta, se le aplica medicina y tratamiento y, en muchos casos, se interviene físicamente, abriendo, cortando, escindiendo, cauterizando. Curando, en pocas palabras.
Sí, curando —esa es la función de la medicina—, pero algo en todo esto suena no precisamente muy bien. Por supuesto no estamos hablando del remedio mismo, ni tampoco cuestionándolo, pues sí funciona (aunque a veces los efectos secundarios de los medicamentos son casi tan malos como la enfermedad original), sino de nuestra actitud ante el problema.
Para no sobre simplificar las cosas, analicemos un poco más. Si exclusivamente en la actitud residiera nuestra objeción, estaríamos entonces negando los indiscutibles avances de la ciencia médica, y no seremos tan ignorantes y fatuos como para intentarlo.
Pero igualmente es posible apuntar hacia otra dimensión, una que perfectamente puede (y suele) transcurrir en paralelo con la obvia y objetiva realidad de que allí hay un problema por resolver.
La única respuesta es que cada cual debe asumir tanto su rol como su responsabilidad: la medicina a curar y el enfermo a sanar. Lo primero es una cuestión técnico-científica especializada: está en las mejores manos profesionales y así debe ser. Lo segundo, sin embargo, nos toca a nosotros.
Ahora debo aclarar que lo hasta aquí expuesto descansa en la siguiente consideración fundamental, que en verdad le da sentido a todo y además no es solo la idea romántica o la bella y cándida suposición que pudiera inicialmente parecer: la vida y el mundo sí tienen una dirección. Sugiero leer con cuidado: aquí no dice “un propósito”, ni tampoco se presupone; sustancialmente estamos hablando de evidencias observables en la naturaleza. En entregas anteriores nos referimos ya al destino y los supuestos designios para la vida. El mundo no solo tiene un sentido y una dirección, sino que también es grandioso, magnífico y misterioso. Hasta darían ganas de agradecer por ello… si hubiera a quién.
¿Cuál es esa dirección y cuáles son las bases para afirmarlo? En la compleja y elaborada respuesta a esa pregunta descansa la confianza —muy diferente de la fe ciega o el mero anhelo— de que el cuerpo “sabe” su camino, porque es un ente vivo con capacidad de ser y mantenerse saludable durante largo tiempo si se lo permitimos, y también de allí procede la hipótesis de que la vida en efecto tiene y mantiene una dirección y un sentido, como a continuación intentaré explicar.
La observación muestra que tanto los organismos vivos individuales como los sistemas ecológicos completos, incluidos los seres vivos, plantas y microorganismos que interactúan, pero también el entorno físico donde se desenvuelven y los factores climáticos que los afectan, exhiben una compleja pero definida línea vectorial (de este concepto ya hablamos antes) resultante de la evolución de la vida misma, y cuyo motor, además, no es determinista sino que está basado en combinaciones aleatorias.
Ojo: no estamos diciendo que todo lo natural sea bueno solo por el simple hecho de serlo (y que por tanto lo artificial o lo sintético sea “malo”); tampoco que en la naturaleza no haya muerte, destrucción ni violencia; sin embargo, el resultado sigue siendo en favor de la vida, y esto se debe básicamente a que las cuestiones naturales son impersonales.
Pues bien, y para no extendernos más en el inagotable tema, sobre estos argumentos descansa nuestro esquema operativo de confiar en la sabiduría inherente del cuerpo y reforzarla activamente mediante un continuado comportamiento preventivo además de amoroso (aunque esto último no sea “científico”).
Nuestro cuerpo —así como el de todos los animales— es resultado de millones de años de evolución y tiene comportamientos y sigue reglas que debiéramos conocer, cuidar y respetar… si no por otra causa sí simplemente porque nos conviene y vuelve más sencilla y placentera nuestra vida y la de quienes nos rodean.
Al respecto de estas cualidades inherentes del cuerpo, bien podría decirse que también dispone de un “lenguaje” corporal propio, y su estudio constituye una fascinante exploración de un universo de expresión sin palabras. Uno de los muchos libros al respecto es Cómo leer su cuerpo, de Wataru Ohashi (Urano, Barcelona, 1995).
Para finalizar por ahora presentamos el siguiente camino, que en la siguiente entrega terminaremos de explorar: Primero, invertir la red de responsabilidades y asumir nuestra íntima e inevitable implicación en el problema. Segundo, aplicar la sabiduría y potencia del aforismo del rabino Hillel, expresado hace más de 2 mil años: “Si yo no soy para mí, ¿entonces quién?; ¿y si no ahora, cuándo?” Tercero, poner manos a la obra, tanto de forma preventiva como sanativa, aunque siempre será más eficaz apostar a la primera porque incluso pudiera ya ser demasiado tarde.
Las primeras cuatro oportunidades o casos mencionados en los artículos previos se enfocaron en cuestiones de prevención física que casi podríamos llamar mecánicas o fisiológicas, y en la siguiente y última parte enfocaremos la atención en el asunto un tanto más “difuso” y menos determinista del contacto íntimo de mi conciencia con mi cuerpo, aunque no por ello menos real o efectivo, sino casi todo lo contrario.
Guillermo Levine
fil.tr.int@gmail.com
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