Continuando con la serie sobre el tema de las relaciones entre mi cuerpo y mi conciencia, toca el turno del Cuarto caso de estudio: la alimentación, que por motivos de espacio dividiremos en dos partes.
Hace mucho tiempo me salió una bolita, con dolor, en el pecho, en la tetilla derecha. Me asusté y fui al doctor. Me dijeron que era “ginecomastia”: un inicio de desorganización celular, que si no se atiende se puede convertir en displasia, lo cual luego puede desembocar en cáncer.
—¿Y cuál es el tratamiento?
—Ah, pues hay que sacarla.
—Pero eso no es un tratamiento; eso no cura nada, solo quita un pedazo de carne.
—Sí, pero hay que hacerlo.
Fui a varios médicos, y todos dijeron lo mismo.
Me operé.
Bajo anestesia local me sacaron toda la glándula mamaria, que “en los hombres no cumple ninguna función”, lo cual por supuesto no es cierto porque es parte del sistema linfático. Si sigue estando allí es por alguna causa; de otra forma el proceso evolutivo en cientos de miles de años pudiera ya haberla eliminado.
Al mes, la molestia apareció en el otro lado del pecho.
Y entonces me llegó la iluminación: Algo estoy haciendo mal. ¿Qué debo corregir? Pues la alimentación: aunque no como carne, diario asistía a restaurantes, y allí todo es frito y, más grave aún, en aceite que se reutiliza múltiples veces porque cuesta caro, así que todos los días ingería grasa quemada, y eso es casi lo peor que se puede hacer. También consumía harina y arroz refinados, pizzas, pastelitos y comida procesada, aunque por fortuna no tomaba refrescos ni botanas, ni fumo, pero igual habría que modificar drásticamente esa situación.
Me di cuenta entonces de que la enorme mayoría de los productos alimenticios procesados contienen azúcar añadida, usualmente en forma de jarabe de maíz, “alta fructosa” (que no existe en la naturaleza) u otros edulcorantes industriales, además de sal refinada y de una buena cantidad de saborizantes, colores y conservadores. Nada de todo esto puede ser bueno para el cuerpo porque no está presente en esa forma en los alimentos naturales.
Después de esa revelación vino el cambio a una comida simplemente natural. Uno de los componentes iniciales de mi alimentación, además de las verduras, fue el arroz integral; no el desafortunado arroz refinado que se vende en todas partes y la gente confunde con el grano original, sino el único arroz existente en la naturaleza: recubierto con una capita de color café donde están los minerales y vitaminas, pero que en forma increíble se le quita mediante un proceso de pulido para quedar “blanco y puro”. Lo mismo sucede con incontables productos tristemente de consumo masivo y generalizado, y que muy poco aportan a la salud pública, para decirlo con suavidad.
La cascarilla del arroz no es comestible y debe ser removida por medios físicos; para ello en los molinos arroceros (después de quitar las briznas, piedras y demás impurezas) se procede al desvainado, pasando los granos entre dos cilindros mecánicos. El resultado es el grano comestible, rico en propiedades nutricionales. Éste es el “arroz integral”; el único que existe en la naturaleza.
Pero luego viene la parte incomprensible: el pulido mecánico, cuya única función real —sería increíble si no fuera cierto— es quitarle al grano el color moreno para dejarlo convertido en una reluciente perla blanca, pura… y desprovista de la mayor parte de sus cualidades como alimento de alta calidad pues, “gracias” al tratamiento embellecedor, el arroz se transformó en una mediocre cápsula de almidón, que ahora resulta un poquito más fácil de cocinar, porque requiere unos minutos menos a la lumbre que su contraparte nutritiva.
Las razones que explican el relativamente reciente surgimiento de los cereales refinados ya no son válidas, pues provienen de la necesidad de evitar su rápida descomposición causada por los aceites y nutrimientos que contienen, lo cual hacía casi imposible su almacenamiento prolongado en las vastas cantidades requeridas por las emergentes grandes ciudades del siglo XIX. Para conservarlos había que refinarlos, como en forma similar ocurría antes con la carne, que si no se secaba y salaba se echaba a perder en uno o dos días. Sin embargo, a partir de la invención de los refrigeradores y de los modernos medios de distribución de productos alimenticios, aquellas necesarias medidas heroicas (porque había que escoger entre, por ejemplo, comer arroz “devaluado” en sus propiedades alimenticias o no comer nada) ya no tienen justificación.
Si antes de leer esto usted no lo sabía (y lo más probable es que así fuera porque hasta hace muy poco tiempo el arroz integral era casi imposible de conseguir en el mercado, como si tratara de un costoso producto exótico proveniente de lejanas tierras y no del único arroz que siempre ha habido), ahora ya podría sustituir un alimento de tercera clase por uno de primera categoría, y que además tiene un mejor y más completo sabor. Su costo es similar (incluso debiera ser más barato porque requiere menos procesamiento, pero las leyes de la oferta y la demanda se imponen).
Cancelé también la harina de trigo y el pan (del cual hace poco escribí sobre sus desventajas) y cambié a arroz integral. Cero comida chatarra; drástica disminución del azúcar; mínimo o cero consumo de leche, pues muchas evidencias científicas al menos cuestionan la pertinencia de que los humanos sigamos consumiendo leche (¡de vaca!) después de la niñez temprana, cuando ningún otro mamífero lo hace. Tampoco está demostrado que la leche aporte grandes cantidades de calcio aprovechable por el organismo (y lo mismo se puede decir de los suplementos de calcio mineral), y se ha comprobado además una preocupante correlación positiva entre el consumo de leche en mujeres ancianas y sus fracturas de huesos.
La comida principal ahora consiste en verduras y variaciones diversas con porciones no demasiado grandes de pescado, leguminosas y arroz integral, y guisados varios, aparte de algo de fruta (pero no jugos). También disminuyó drásticamente la cantidad de líquidos para acompañar los alimentos, pues solo diluyen la saliva y los jugos gástricos y dificultan la digestión.
Resultado: en un mes me curé, yo solo. Sin regresar al doctor; sin medicinas; sin necesidad de nada más; sin tonterías, y simplemente dejando al cuerpo hacer su labor interna de sanación. Cuidado: de ninguna forma estoy diciendo ni implicando que no haya que ir al médico cuando sea necesario, ni tampoco que debamos suspender los tratamientos o reemplazarlos con la muchas veces fraudulenta e irracional “medicina alternativa”, pues demasiadas de esas terapias están basadas en sistemas de creencias o en suposiciones sin comprobación experimental objetiva; carecen de fundamentos teóricos sólidos o no disponen de una metodología científica… y a veces todo a la vez. Claro: resulta más fácil creer en lo simple. Mas bien resalto enfáticamente la necesidad —y la responsabilidad individual— de realizar cambios de comportamiento y asumir las medidas de salud y cuidados preventivos para evitar o reducir buena parte de las enfermedades, y eso comienza con la comida diaria.
Han pasado ya décadas; la bolita no volvió, y espero así mantenerme gracias al abandono de la comida procesada, enlatada, blanca y pura, “mejorada”, texturizada, “enriquecida” y presentada en llamativos envoltorios de brillantes colores.
Como comenté en otro artículo anterior, el muy complejo asunto de la alimentación debiera entenderse desde un modelo basado en el mantenimiento del equilibrio glucosa-insulina en la sangre como la guía para consideraciones y decisiones cotidianas, lo cual seguramente incluirá ciertos cambios benéficos en hábitos y costumbres para mejorar el estado general de salud y dar al cuerpo la oportunidad de seguir siendo nuestro fiel aliado.
Ya está clínicamente establecido que los carbohidratos (aun los provenientes de granos, cereales o harinas integrales) deben jugar un papel menor en la dieta, debido a que aumentan en forma casi inmediata los niveles de glucosa en la sangre, lo cual a su vez dispara la secreción de insulina para permitir su procesamiento por el hígado. Luego, al cabo de una o dos horas, la ahora ya disminuida cantidad de glucosa en circulación es interpretada erróneamente por el cerebro como una señal de hambre, y entonces uno vuelve a comer, solo para de nuevo aumentar la producción de insulina. En un plazo más o menos corto, estos desequilibrios cotidianos conducirán hacia un estado inflamatorio con nefastos resultados en la salud, y pueden llegar a producir desde sensación de agotamiento, sobrepeso y obesidad, hasta las ya conocidas como enfermedades de la civilización: diabetes, Alzheimer (a veces llamado diabetes tipo 3, por su relación con el continuado exceso de glucosa en la sangre), cáncer y padecimientos cardíacos, entre muchos otros.
Peor aún, la sustitución de las grasas naturales (que en forma equivocada se suponían dañinas) por aceites vegetales procesados y por grasas hidrogenadas tan solo han incrementado los niveles de triglicéridos en la sangre y contribuido a formar acumulaciones de grasa en el cuerpo y en los órganos internos en cientos de millones de personas. Nada bueno.
Apartemos con calma un momento para expresar otro importante concepto: la comida es (debería ser) una especie de cotidiano ritual para estar con uno mismo (y, claro, para compartirse con los demás, cuando estén); eso, entre otras varias cosas que a cada quien le toca descubrir, implica la prudencia de masticar los alimentos durante el tiempo suficiente como para casi licuarlos antes de deglutirlos, permitiendo así dos cosas fundamentales: ser bañados por la saliva —que tiene vitales propiedades predigestivas— y lograr que su estancia en la boca les quite lo frío, o lo excesivamente caliente. Más aún que en otros asuntos, la prisa se convierte en el enemigo.
Pero, ¿y qué sucede si no nos preocupa todo esto y seguimos comiendo como siempre lo hemos hecho? Al comienzo, nada, pero con el paso de los años las consecuencias comenzarán a aflorar: molestias por aquí y por allá, inflamaciones intestinales (lo que la gente suele llamar “panza” o barriga, no obstante que el estómago esté situado más arriba), gripas y catarro con mayor frecuencia; menos resistencia ante las infecciones, estreñimiento, acumulación de grasa y aumento de peso y, en general, disminución de la vitalidad. Eso si tenemos suerte. Muchas veces, sin embargo, se llegan a presentar afecciones mucho más serias, pues ya está formalmente establecida una correlación entre la alimentación deficiente y las enfermedades recién mencionadas: nada de eso es en realidad un necesario producto del simple hecho de estar vivo, sino de no vivir bien.
Lo particularmente alarmante es el explosivo incremento de las enfermedades crónico-degenerativas y, sobre todo, su cada vez mayor presencia entre los niños, al grado de que la situación se convirtió ya en un serio problema de salud pública que afecta a millones de personas.
Resumiendo, aunque el caso médico expuesto aquí —no una “cura milagrosa”, sino un cambio de prácticas cotidianas que se tradujo en una enorme diferencia de bienestar para mi vida— no deja de ser aislado y anecdótico y por tanto no constituye por sí mismo una demostración, la conclusión sí es tan necesaria como válida, y a ella le dedicaremos la parte final de estos artículos: La responsabilidad sobre mi persona me toca a mí primero, y luego a los médicos.
Por último, todas estas consideraciones parten de la suposición de que los adultos en uso de sus facultades en principio podrían y deberían asumir la responsabilidad por su propia vida y felicidad, pero ¿qué sucede con los niños? Aquí la cuestión traspasa los límites individuales y se extiende hacia quienes dependen de nosotros.
Bajo esta óptica, la ineludible y rigurosa conclusión es que los ya casi epidémicos problemas de estrés y de obesidad infantil, por citar solo algunos, bien podrían ser considerados como una inexcusable forma de ignorancia o abandono.
Tampoco sobraría aplicar estos criterios a las mascotas. Aunque la propaganda comercial nos machaque que lo “moderno” y adecuado es alimentar a los perros o gatos con sus croquetas y productos industrializados y “mejorados”, solo pedimos considerar el hecho indiscutible de que los perros han sido fieles compañeros del hombre durante miles de años, recibiendo a cambio básicamente el mismo tipo de comida que sus dueños… y todos contentos.
Como hay más aspectos importantes sobre el vital tema de la alimentación, seguiremos más adelante, y por ahora terminamos con este pasaje de los Diálogos de Platón, en “Timeo o de la naturaleza”:
“Los autores del género humano sabían con qué intemperancia nos dedicaríamos a la comida y a la bebida y que en nuestra gula iríamos mucho más allá de lo conveniente a nuestras necesidades. A fin de alejar de nosotros las enfermedades y la muerte; a fin de que la especie mortal no pereciera desde el instante de su nacimiento, previsores los dioses hicieron lo que se llama el bajo vientre para servir de receptáculo a lo superfluo de las bebidas y de los alimentos. Enroscaron en circunvalaciones a los intestinos, temerosos de que, pasando demasiado rápidamente los alimentos, no sintiera el cuerpo también muy pronto la necesidad de nuevos alimentos y que esta insaciable avidez, esta glotonería, no hiciese a nuestra especie inepta para el cultivo de la filosofía, extraña a las musas e indócil a la parte divina de nosotros mismos”.
Guillermo Levine
fil.tr.int@gmail.com
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